EL MUNDO EN EL UMBRAL DEL SIGLO XXI.
En principio, la globalización es la situación en que se encuentra el mundo en el umbral del siglo XXI, encaminado hacia una sociedad del conocimiento bajo los efectos del capitalismo tardío, orientador de un sistema económico neoconservador de base liberal. Algunos marxistas ortodoxos y muchos teóricos de un sistema global coinciden en ver dicha situación como una continuidad de la tendencia del capitalismo histórico a la expansión mundial (Chesnais, 1996). Sin embargo, la globalización va más allá y plantea problemas radicalmente nuevos, de orden epistemológico y psicológico entre otros.
Antes de abordarlos, conviene recordar que la situación actual emerge después del doble intento fallido en el siglo pasado de transformar el mundo en un sistema totalitario, fascista o comunista, al que ha sucedido otro intento que trata de convertirlo en un sistema imperialista impulsado y dirigido por el capitalismo neoconservador. Lo extraordinario de este segundo proceso, contextualizado por el neoliberalismo económico, la democracia política y la tecnología informacional, es su carácter planetario, dado que afecta real o potencialmente a todos los ámbitos y actividades de la vida humana. De ahí la gran preocupación que provoca, reflejada en el hecho de que el término “globalization”, tomado como descriptor genérico en el Google, haya pasado en cinco años de unas 1.500.000 de referencias (diciembre de 2002) a unos 20.000.000 (diciembre de 2007).
Hace veinticinco años, un libro de John Naisbitt (1982), que los medios sobre todo empresariales elevaron a best-seller en dieciocho países, apuntaba las principales transformaciones globales que afectarían el futuro próximo. Entre ellas: 1) La sociedad industrial evolucionaría hacia una sociedad basada en la información y la alta tecnología. 2) La economía pasaría de ser nacional a mundial. 3) La planificación a plazos cortos se iría sustituyendo por otra a plazo largo. 4) La centralización cedería ante movimientos de descentralización y expansión en lo social, político, económico, etc. 5) La estructura jerárquica de las organizaciones adquiriría estructuras flexibles en forma de red. 6) En vez de la ayuda nacional o estatal se acudiría a la autoayuda, con una progresiva acentuación del individualismo. En fin, 7) a la disponibilidad de alternativas sucederían múltiples opciones.
Naisbitt añadía macrotendencias más específicas, tales como la fragmentación del bloque soviético y la emergencia de un nuevo orden mundial multipolar; la eclosión de problemas ambientales y los movimientos ecológicos; el incremento de la pobreza y el desempleo; la expansión de la inflación y la recesión a escala mundial; el fin de las ideologías; una escalada de los conflictos locales; la expansión de la corrupción; el terrorismo y el crimen organizado; y la radical transformación de las relaciones en los roles de género, en el trabajo y en la familia .
Críticas puntuales aparte, es impresionante el ojo clínico de Naisbitt al esbozar el retrato de la época que se avecinaba, una época bastante sombría aunque algún vaticinio era menos terrible de lo esperable, como el desplazamiento de los conflictos globales hacia conflictos de carácter local, lo que alejaba el fantasma de una temida guerra planetaria. Pero llegado ya el escenario intuido, resulta que éste preocupa menos por una u otra megatrend que por el conjunto de ellas, o lo que es lo mismo por el proceso de globalización del mundo, al que estamos asistiendo con más o menos pasmo según la sensibilidad, las ideas y los intereses de cada uno.
LA GLOBALIZACIÓN ECONOMICA Y EL TARDOCAPITALISMO.
En una primera aproximación, la globalización es un hecho económico. El Fondo Monetario Internacional se refiere a ella como “la interdependencia económica creciente del conjunto de los países del mundo” (Estefanía, 2002). Y especifica como causas principales que la provoca: 1) el aumento del volumen y la variedad de las transacciones transfronterizas de bienes y de servicios, 2) el incremento de los flujos internacionales de capitales, y 3) la difusión acelerada y con garantías de la tecnología.
Esta visión económica simplifica el fenómeno, porque pospone el escenario político, dado por el sistema de poder que genera o modifica las causas económicas y favorece su interdependencia: el sistema neoliberal surgido en el tardocapitalismo. Este sistema fue elevado a categoría definitiva por Francis Fukuyama (1992) cuando proclamó que con él se había llegado al “fin de la historia y del último hombre”.[Imitaba con ello la jugada que cuarenta años antes -1960- había hecho famoso al liberal Daniel Bell al decretar “el fin de la ideología”, entrando con ello en la moda tremendista de anunciar el fin de lo que sea: la utopía (Marcuse), la metafísica (Vattimo), el arte (Danto), la belleza (Eco), la ciencia (Horgan), el trabajo (Rifkin), etc.] El pronóstico escandaloso de Fukuyama se basaba en la “victoria flagrante” del liberalismo económico y el liberalismo político a él asociado. Provocativamente, decía ya en el prólogo del libro citado: “Es posible que lo que estamos presenciando sea el último paso de la evolución ideológica de la humanidad y de la universalización de la democracia liberal occidental, como forma final de gobierno humano”. Argumentaba, basándose en Hegel y alguna fuente heterodoxa como Kojève, que a diferencia de las ideologías rivales de la monarquía, léase el fascismo y el comunismo, aquél sistema no tenía contradicciones internas, aunque se apresuraba a matizar para no ser tildado de iluso que esto era teórico en el sentido de que la perfección del sistema sólo llegaría cuando se completasen los dos principios que rigen toda democracia liberal: el principio de libertad y el principio de igualdad.
Ante el alud de críticas, Fukuyama aclaró, en un nuevo epílogo a la segunda edición de su libro -2006b-, que no defendía “una versión específicamente estadounidense del fin de la historia”, pues la Unión Europea es una personificación mucho más completa y real del fin de la historia que el Estados Unidos contemporáneo, porque el sueño europeo es ir más allá de la soberanía nacional, la política del poder y las luchas que hacen necesario el poder militar, al contrario de los estadounidenses que tienen un concepto bastante tradicional de la soberanía, aplauden su ejército y les gustan los desfiles patrióticos del 4 de julio. En su último libro, Fukuyama (2006a) ha procurado distanciarse del neoconservadurismo y defiende una posición más ecléctica, basada en el internacionalismo liberal de Wilson.
Uno de los olvidos de la visión estrictamente económica y política de la globalización es el decisivo poder de la información. Stiglitz (2002) reconoce, desde el liberalismo clásico, las grandes diferencias entre las informaciones de que disponen los agentes económicos, sean empresarios o trabajadores, generan imperfecciones en el equilibrio natural del mercado, como el desempleo o la necesidad de créditos por quienes menos los obtienen. En consecuencia, sostiene que la política económica debe corregir esta asimetría de la información, fuente de fuertes desigualdades en el desarrollo de los países.
Pero la información, que con la libertad y la tecnología forma los tres valores básicos que intervienen en la globalización, se produce también a través del comercio, la inversión extranjera y la emigración (De la Dehesa, 2000). Por ello, se debe conjugar una creciente libertad con la integración mundial del mercado en todos sus aspectos: desde el trabajo, los bienes y los servicios los capitales y la tecnología. La conclusión de este último autor es importante: el liderazgo de los gobiernos se desplaza a las empresas tanto monopolistas como oligopolistas que operan globalmente, con la significativa novedad de que el protagonismo de la situación ya no depende de la producción de bienes sino de la información derivada del desarrollo de conocimiento y la innovación tecnológica . Se deduce que la globalización produce unos líderes a escala planetaria, fuertemente condicionados por el continuo avance del conocimiento, lo que les hace siervos de la innovación constante.
Por si fuera poco, también son siervos de las inestabilidades que acompañan al capitalismo global. Ya advertidas a fines del siglo pasado con hechos como la burbuja especulativa estadounidense, la deflación japonesa, y la depresión en Indonesia (Gray, 2000), esas inestabilidades siendo locales han conmovido todo el globo. En ese contexto, las decisiones de los líderes siendo macroeconómicas en último término son micro. Expresado de otro modo: la globalización afecta directamente a las economías domésticas y por lo tanto a la vida cotidiana de prácticamente todos los ciudadanos del mundo (Martínez González-Tablas, 2000). Esto conduce a la necesidad de un análisis de la globalización como hecho social y cultural.
TRES VISIONES SOCIOLOGICAS
Entre las contestaciones que provocó el reduccionismo de Fukuyama fue inmediata y sonada la del profesor de Harvard Samuel P. Huntington con un libro (1996, aparte un artículo previo tres años antes) tan polémico como el de aquél, donde pronosticaba un choque de civilizaciones, en un mundo irremediablemente multicultural protagonizado por las grandes religiones, y un incierto porvenir para la paz. Afortunadamente, análisis más abarcadores y serenos vinieron desde la sociología. A los efectos del presente trabajo cabe destacar tres de esos análisis, no excluyentes entre sí, que proporcionan una visión plural de la globalización y de las transformaciones que introduce en el mundo.
La sociedad postradicional de Giddens. Anthony Giddens (1990; 1994; 1999), Director de la London School of Economics and Political Science, desde una posición autocalificada de realismo utópico ve el mundo globalizado como una sociedad postradicional llena de incertidumbre. Defiende una “tercera vía” como el intento de llevar la izquierda hacia el centro, adaptándola a los cambios provocados por la globalización que están conduciendo a una economía más basada en los servicios y a un nuevo individualismo (Giddens, 2006).
Caracteriza la globalización con tres hechos: 1) La universalización de la comunicación y el transporte, y sobre todo de la economía, que afecta a los hábitos locales de vida los cuales pasan a tener consecuencias universales. 2) La emergencia de un orden con nuevas tradiciones en las que las viejas, como el fundamentalismo, no tienen cabida. Y 3) una necesidad social de reflexión, para poder sobrevivir en un mundo que requiere no sólo más compromiso y conocimiento sino también más autonomía y flexibilidad.
En general, la globalización crea nueva riqueza y ayuda a liberar a la mujer. Sin embargo, produce una pérdida del control de la sociedad por el ser humano. En efecto, los cambios en los sistemas de comunicación y el imparable avance del conocimiento científico, además de la crisis de la tradición que repercute en la identidad y la cultura, y la rapidez de los cambios que no permite prever las consecuencias, implantan la incertidumbre en el escenario cotidiano.
Un mundo así contiene nuevas formas de riesgo, pero también muchas posibilidades. Ante esto, la única salida es aprovechar los procesos asociados a la globalización. Por ejemplo, orientando el individualismo hacia la solidaridad y construyendo una política de abajo a arriba sobre cómo se debe vivir individual y colectivamente. Esto requiere una democracia dialogante y una revisión del Estado del bienestar, que frenen la lógica empresarial ante problemas como la pobreza y el desempleo.
La sociedad en red de Castells. Manuel Castells (1996-2000), que estudió con Giddens, catedrático de sociología y urbanismo en la Univ. de California (Berkeley) y director del Internet Interdisciplinary Institute en la Univ. Oberta de Catalunya, se debe uno de los análisis más completos de la sociedad actual, aunque escorado hacia el hecho tecnológico informacional.
Desde fines de los años sesenta, explica Castells, estamos ante una sociedad en red e incierta, producto de la conjunción de tres grandes procesos: 1) Una revolución tecnológica de la información, que hace depender la riqueza, el poder y la cultura de la tecnología. 2) La crisis económica del sistema capitalista, que se añade a la crisis de los sistemas políticos estatales. Y 3) la emergencia a escala mundial de movimientos sociales y culturales como el ecologismo, el feminismo o la defensa de los derechos humanos.
En dicha sociedad apunta un nuevo orden mundial, con una triple base: 1) Una economía informacional global, de la que se aprovecha incluso el crimen organizado. Sus dos efectos principales son que reestructura el capitalismo y genera un cuarto mundo por exclusión social. 2) Una cultura de la “virtualidad real”, es decir construida por un sistema omnipresente de mass media interconectados y diversificados, en el que los símbolos pasan a constituir una experiencia real. Y 3) una nueva morfología de la sociedad del siglo XXI, referida no sólo al concepto de poder sino también a la razón lógica.
Castells la bautiza como “sociedad red”, en alusión a la forma emergente de organizarse tanto el Estado como las empresas. Sobre todo, la nueva economía esta constituida por redes electrónicas de capital, información y gestión. Una red, especifica Castells, es un conjunto de nodos interconectados, siendo cada nodo un punto de intercambios entre todos aquellos que comparten valores, reglas y propósitos asociados a la red. Una red es capaz de expandirse sin límites, integrando nuevos nodos, siendo cada uno a la vez autónomo y dependiente de la red o redes que ellos mismos van constituyendo.
Tal sociedad conlleva cambios profundos: Entran en crisis el Estado-nación y el patriarcado, el trabajo se individualiza y el Estado se va deslegitimizando. Además, la seguridad y el bienestar se buscan en el grupo familiar, y el localismo procura reconstruirse desde dentro de sí mismo. Y surgen nuevos valores como la autonomía individual, el proyecto, la creatividad, la innovación y la navegación en la Red.
El resultado es un mundo a la vez global y fragmentado, con gobiernos cada vez más controlados por los mercados financieros y los medios de comunicación especialmente Internet, y no al revés (por ejemplo, pueden expandir informaciones perjudiciales a los dirigentes políticos, como en el caso Clinton-Lewinski). En contrapartida, la sociedad red presenta dos importantes aspectos positivos: 1) el mundo está sometido a redes, difíciles de controlar, y 2) los gobiernos centrales al no poder controlarlo todo se ven obligados a descentralizarse, en beneficio de los gobiernos autonómicos y locales (Castells, 1999; 2000; 2001).
La sociedad líquida de Bauman. Para el filósofo y sociólogo polaco Zigmunt Bauman (1998; 2000; 2006), profesor emérito de la Univ. de Leeds, la globalización desterritorializa y “licua” la sociedad, sumiéndola en la incertidumbre.
Comparando sus ideas con las de Fukuyama, parece que más que al fin de la historia asistimos al fin de la geografía, porque ve en la desterritorialización una nueva forma del capitalismo globalizador. Los centros de decisión se liberan de las limitaciones territoriales derivadas de la localidad y generan un poder sin territorio, que va dónde puede obtener mayores dividendos trasladando allí la empresa mientras las consecuencias de esa deslocalización permanecen en la localidad de origen. Es una nueva movilidad, fuente de estratificación social ya que genera segregaciones y marginaciones con nuevas jerarquías sociales, políticas, económicas y culturales de alcance mundial. Surge así un espacio único, donde el capital puede moverse sin restricciones, lo que facilita su desvinculación de cualquier responsabilidad local.
Posteriormente, Bauman ha desarrollado el concepto de modernidad líquida, que ha ido aplicando a sucesivos aspectos como el amor y los vínculos humanos, la vida, el miedo, el individualismo, la celebridad, la cultura, el arte, el espacio público, el consumismo, la formación continua, etc. En la era de la instantaneidad, fase actual de la historia de la modernidad, nos encaminamos si no estamos ya hacia una sociedad fluida, en la que la modernidad no tiene una forma fija sino constantemente adaptable. Entre otros rasgos, la definen la privatización, la desaparición de lo público y la provisionalidad del trabajo. El capitalismo globalizado tiene unos efectos corrosivos, disolventes de la sociedad industrial, sobre todo debido al afán de lucro que conduce a privatizar las instituciones públicas vertebradoras de la sociedad.
Así las cosas, se está pasando de una sociedad sólida, que mantenía la ilusión de que el cambio podía proporcionar una solución estable y permanente de los problemas, a una sociedad líquida, en la que todo fluye sin mantener la forma largo tiempo: los vínculos sociales son frágiles, se gana en libertad a costa de seguridad, aumenta la precariedad de la vida y los sentimientos de inestabilidad por la desaparición de puntos fijos en los que confiar, se desconfía en uno mismo, los otros y la comunidad. Es la entrada en una era de incertidumbre.
Sugerente es la propuesta crítica de Bauman de referirse a la glocalización en vez de la globalización, porque este último término oculta la realidad observándola unilateralmente, es decir desde el punto de vista global y sin tener en cuenta que afecta también a lo local.
LA CUESTION EPISTEMOLÓGICA
Las tres visiones sociológicas expuestas muestran unos fenómenos radicalmente nuevos, con un trasfondo común: La emergencia a escala planetaria de un orden postradicional, de la red como forma societal y de la licuación de la sociedad glocalizada. Y todo ello con la confirmación, más allá de lo socioeconómico, del viejo diagnóstico de Galbraith (1977) de que después de unos tiempos de crecimiento y abundancia sobrevendría, con el fin del siglo, “una era de incertidumbre”.
Ante un escenario así no sorprende que haya autores que, más o menos explícitamente, consideren que la globalización plantea un problema epistemológico. Porque es un hecho multidimensional (Roberston), multicultural (Andrade Guevara) o ultraestatal (Ianni).
El sociólogo parsoniano Roland Roberston (1992 y 1998) apuntaba la cuestión al afirmar que la globalización no sólo configura un orden político diferente, también integra pautas culturales y dinámicas económicas, y además universaliza valores culturales. El resultado es un complejo sistema histórico, en el que cada una de sus dimensiones está en las otras. Esto exige analizarlo no desconstructivamente sino en su conjunto, sin determinismos de carácter económico o cultural, y respetando la autonomía de los actores, porque una relación universalmente abierta no excluye las diferencias específicas.
Según Andrade Guevara (2006), Roberston olvida que la acumulación de capital polariza los países y regiones en pobres o ricos, y destaca las diferencias de clase. Es necesario, pues, un modelo más antropológico de la globalización, que considere el impacto en la estructura de clases de las nuevas formas de producción apoyadas en el conocimiento y que además se centre en las diferencias culturales y las identidades de clase generadas por aquella acumulación. A tal fin, propone recurrir a la aproximación a la complejidad de Edgar Morin (1994), pero reconociendo la dificultad de la tarea se limita a destacar la relación entre la globalización socioeconómica y la teoría de la cultura, o sea con el mundo de la significación y las prácticas simbólicas cotidianas.
Un planteamiento, más frontal del problema de fondo se debe al malogrado sociólogo brasileño Octavio Ianni (2000). En principio, la sociedad global parece ser una extensión de las sociedades nacionales, es decir un sistema supranacional o supraestatal, sin embargo es un hecho absolutamente nuevo, que subsume todo ello por definición. Esto hace inadecuadas las teorías y los métodos tradicionalmente empleados por las ciencias sociales, desde el funcionalismo y el evolucionismo hasta el marxismo y el weberianismo. También son inadecuadas categorías conceptuales como las de aldea global o de multiculturalismo, ya que parten de una explicación basada en la existencia de una sociedad nacional. Ianni reclama, en consecuencia, aprehender el proceso de globalización con nuevas herramientas teóricas y metodológicas adecuadas al carácter ultranacional del mismo. Con este planteamiento, el análisis de Ianni se queda justo en la puerta del problema.
A mi modo de ver, comprender la globalización sobrepasa las cuestiones disciplinares y metodológicas, las cuales dependen del enfoque epistemológico y no al revés. El problema se centra en el conocer y el razonar establecidos, orientados hacia la simplicidad desde el pensamiento griego y formalizados para el conocimiento científico básicamente por Ockham, Descartes y Leibniz, quienes dictaron las reglas según las cuales este conocimiento es valioso en la medida en que explica la realidad del modo más simple posible (Munné, 2004 y 2007). Así las cosas, aplicar el conocimiento simple para aprehender el mundo global ¿no es llevarlo más allá de sus posibilidades?
La simplicidad como principio epistemológico viene dando, ya desde fines del siglo XIX, muestras de agotamiento en las ciencias empíricas (de la física a la ecología) y en las formales (matemáticas, lógica). Es un principio aplicable a lo que es compuesto (definible por las partes componentes) e incluso a lo que es complicado (donde lo significativo es la cantidad de elementos), pero no a las interdependencias entre los elementos, fuente de los aspectos cualitativos que definen cualquier proceso o sistema complejos. Por ejemplo, el tratamiento de “lo global versus lo local” reduce lo global a una negación de lo local o diverso, y viceversa ya que entonces lo local queda sometido a lo único dejando de ser diferente. (El famoso lema de Green Peace “piensa globalmente y actúa localmente”, siendo una toma de conciencia del problema, mantiene la dicotomía global/local.) Es una simplificación que pone lo global como referencia de “todo” lo demás, que así pierde su propio sentido. La ilusión de totalidad resultante conlleva considerar el fenómeno como un todo, y reducir los elementos que lo integran y sus interdependencias a un simple estatus epistemológico de “partes” componentes, cuyo sentido depende del conjunto como unidad. Como veremos, cuando se respeta su complejidad, lo local y lo global dejan de verse como polos enfrentados.
LA HIPERCOMPLEJIDAD DEL MUNDO GLOBALIZADO
Desde la perspectiva epistemológica, lo más relevante de la globalización es que por su carácter omnicomprensivo maximiza las interdependencias, generando el sistema social más complejo hasta hoy conocido. Comprender el mundo a que esto da lugar requiere, ante todo, poner de manifiesto los procesos propios de los sistemas complejos. Hoy sabemos, con base en las teorías de la complejidad, que esos procesos se caracterizan por tener propiedades cualitativas peculiares como unas relaciones no lineales, una dinámica caótica, una organización autógena, un desarrollo fractal, una delimitación borrosa. (Pueden verse las principales referencias bibliográficas sobre dichas teorías en Munné, 1995 y 2005).
El concepto de no linealidad, epistemológicamente considerado, es clave para entender el comportamiento de un sistema complejo. Se refiere a que en tal sistema hay relaciones causales no proporcionales. Es lo que ocurre con el genoma, ya que una relativamente pequeña diferencia en el mismo genera una rata o un humano. El tamaño del genoma de un ratón (mus musculus) es de unos 2.500 millones de pares de letras químicas, sólo un 14 por 100 menos que el ser humano y de los aproximadamente 30.000 genes codificadores de proteínas, en uno y otro caso, nada menos que el 99 por 100 son compartidos. Con los chimpancés, nuestra diferenciación genómica es sólo de un 4 por 100.
El proceso de globalización no puede ser entendido si se le limita a una sucesión lineal de causas y efectos. Es no lineal. Digamos que la globalización hay que “leerla” como un inmenso hipertexto, producto de múltiples e incesantes procedencias y destinos en constante interacción. Por esto ha podido afirmarse que, para comprenderla e intervenir en ella, ya no sirven los modelos de predecibilidad pendular sino que se requiere un modelo no lineal y más específicamente caótico (Tractenberg, 1999).
Antes de referirme a lo caótico, conviene recordar que los procesos no lineales sólo son predecibles (y no siempre) a muy corto plazo, lo cual no impide que sean en cierto modo previsibles. Por esto, en el enfoque de la complejidad es fundamental diferenciar la predicción, que se hace en términos cuantitativos de probabilidad, de la previsión, que se basa en datos cualitativos de posibilidad (Munné, 2007). Por otra parte, un contexto lineal o no lineal muestra realidades distintas: en aquél, la incertidumbre es desconocimiento que emana de la información faltante, mientras que en éste pasa a ser fuente de conocimiento en tanto que emana de la información emergente.
¿Por qué comprender la globalización requiere un modelo con una dinámica caótica? Por caos se entiende aquí el comportamiento de un sistema hipersensible a las variaciones, por pequeñas que estas sean. Un sistema así implica una paradoja: es determinista, dado que puede ser formulado por un sistema de ecuaciones diferenciales no lineales (si es matematizable), pero es indeterminista porque tiene varios resultados posibles o sea que a priori es impredecible el resultado final. Expresado en términos de desarrollo, el tiempo o la historia del sistema tiene una flecha, pero la ruta de la misma no puede saberse con antelación, ya que resulta de bifurcaciones sucesivas (Prigogine, 1997a). Y se sabe desde hace años (May, 1976), que éstas constituyen la ruta que conduce al caos, a través de un proceso denominado duplicación de períodos.
La paradoja citada significa que en el caos subyace un patrón de conducta (representable gráficamente, en los sistemas matematizables, por los llamados atractores extraños), patrón que no sólo no impide la libertad de acción del sistema sino que la hace posible, debido a la no linealidad del sistema. La dinámica caótica se ha comprobado en campos tan diversos como la meteorología, la genética de las poblaciones, la arqueología, la economía, la medicina, la psicología… Y es “visible”, por ejemplo, en los electrocardiogramas y electroencefalogramas comparando los atractores extraños en los estados de salud y enfermedad, o los de vigilia y sueño, en los sujetos observados (Goldberger, Rigney y West, 1990; Bybloyantz, 1988; etc.). Epistemológicamente, el sentido de esa dinámica es que no se está ante un desorden sino al revés, ante la génesis de un orden (Munné, 1994) mediante procesos autoorganizativos.
El mundo globalizado potencia las dinámicas caóticas y con ello los procesos de autoorganización en el comportamiento humano. Para huir de ejemplos conocidos sirvan de ilustración, con referencia a la vida cotidiana, la proliferación de rotondas en el tráfico de vehículos, el triunfo del autoservicio en la compra y consumo de bienes o éxito de los cajeros automáticos en las operaciones bancarias usuales. En relación con la realidad virtual, hay casos ejemplares: Visa Internacional, la conocida macroorganización de servicios de pago electrónico o sea con dinero virtual, se inspira en la teoría del caos (Hock, 2001), lo que ha dado lugar a una filosofía empresarial llamada “pensamiento caórdico” (neologismo derivado de caos y orden). Su versatilidad le ha permitido una rapidísima expansión mundial, desplazando a su veterana competidora (American Express), que aplica los principios tradicionales de organización. Otra empresa “caótica” es Google: Eric Schmidt, Consejero Delegado de este imprescindible agente globalizador para la búsqueda instantánea de información en la selva de la Red, explica que su empresa ha sido “diseñada para ser más bien caótica; tratamos de construir una cultura que nos permita la creatividad y la experimentación“, porque “no puedes tener orden y creatividad al ciento por ciento: si eres todo creatividad, no tienes empresa, y si eres todo orden, no haces nada nuevo” (Schmidt, 2006, 13). En cuanto a Internet como red virtual de información, conocimiento y comunicación a escala planetaria, creadora del ciberespacio, tiende fuertemente a la autoorganización. Lo demuestran la Wikipedia y el movimiento de programación libre, y lo confirma el desarrollo de la Web 2.0 en parte iniciada con la blogosfera, en la que los internautas además de consultar e interactuar pueden incorporar y distribuir contenidos multimedia, incluido el software necesario para ello.
La complejificación, en la sociedad red descrita por Castells, aumenta la equifinalidad del sistema global y por lo tanto también las posibilidades de una mayor autoorganización. Las realimentaciones locales generan hiperciclos, que actúan borrosamente como algo a la vez endógeno y exógeno con respecto a la globalidad. Si en lo global reside la máxima potencialidad del sistema social, en lo local radica la creatividad emergente del mismo. En cualquier caso, lo global poco es sin la concurrencia de lo local y éste poco es sin lo global. En cualquier caso, la proliferación de procesos autoorganizativos locales es un importante obstáculo para que los intentos de control global puedan mantenerse. Piénsese que las teorías de la autoorganización (Strogatz, 2003; Margulis, 1998; etc.) no se basan en un orden impuesto sino en un orden emergente. En el primer caso habría un mundo total, fatalmente exhaustivo; el segundo es el caso de un mundo global, constantemente inabarcable.
Una sociedad totalizada se basa en la repetición, el mimetismo y la clonación, y tiende a cristalizarse. En cambio, una sociedad globalizada fractaliza el sistema social. Los procesos fractales, epistemológicamente considerados, consisten en una iteración creadora: generados por reglas o patrones producen fenómenos autosemejantes, en diferentes escalas del tiempo y el espacio. Autosemejantes implica que son endógenos y que lo producido es a la vez igual y diferente del productor. Dos ejemplos, en la naturaleza, son el brócoli romanesco (brassica oleracea botrytis) y el sistema nervioso animal. En lo cultural, serían las distintas formas locales de monoteísmo o de democracia. Referida a la globalización, la fractalidad implica que aquélla se expande irregularmente y se desarrolla por autosemejanza escalar.
Uno de los aspectos más intrigantes de la complejidad es la borrosidad de los límites, los grises entre el blanco y el negro. Cuando en busca de un conocimiento claro se simplifica la globalización, que es desarrollo de interdependencias, se reducen sino eliminan las relaciones incluyentes entre sus aspectos más positivos o más negativos, y los contrastes aparecen como esenciales o definitorios. Pero la globalización genera procesos ambivalentes y situaciones ambiguas, inabordables desde la polarización y el radicalismo. Hay una esfumación (licuación, diría Bauman) de las relaciones familiares básicas (matrimonio), de las relaciones productivas o laborales (trabajo flexible o en casa), de los derechos de autor (copyleft), de los mass media (Internet), de las relaciones “internacionales”, del arte, de la guerra y el terror, etc. Y cada intersticio alberga la complejidad.
La detección y conocimiento de los procesos propios de los sistemas complejos parece ineludible para entender y afrontar la hipercomplejidad de un mundo globalizado.
GLOBALIZACIÓN Y PSICOLOGÍA: EL PENSAMIENTO ÚNICO Y LA UNIDAD DE LA CIENCIA
Lo hasta aquí expuesto pone de manifiesto la gran simplificación que representó la tesis del fin de la historia, esto es de un determinado orden económico y político como único futuro posible para la humanidad. Presentada como liberal, en el fondo es una tesis totalitaria, que prescinde de las diferencias, ignora las identidades y en definitiva cualquier pluralismo emergente. Admitirla es tanto como dar un portazo a cualquier otro modo de entender la libertad y la igualdad, y supone entronizar nada menos que un ser humano con la imaginación agotada.
Esto lleva a preguntarse por las posibles consecuencias psicológicas y psicosociales de un mundo globalizado. Al menos desde inicios de los noventa, ya se han apuntado algunos efectos psicológicos del proceso globalizador, como la transformación de la identidad del yo y el sentimiento de intimidad, por ejemplo a través de la “sexualidad plástica” traída por la modernidad que libera aquélla de la reproducción y cambia el sentido del erotismo y el amor, (Giddens, 1991 y 1992); la emergencia de una identidad “cosmopolita”, en confluencia con la identidad local y la identidad nacional, a partir de la conciencia de que todos los habitantes del planeta compartimos unos mismos riesgos y posibilidades (Tomlinson, 1999); o la relación entre el ritmo de la globalización y la identidad social, que parece ser inversa pues a más rapidez del proceso se ha observado que disminuye la conciencia de pertenencia grupal (Cappello, 2000).
Probablemente, el tema más sensible lo planteó el director de Le monde diplomatique, Ignacio Ramonet (1995), con la cuestión del “pensamiento único”. Con esta expresión se refería a una ideología con pretensión universal que trata de implantar el librecambio en el mercado y relegar el Estado a favor de los intereses del capital internacional. Esa ideología, añadía, insensiblemente, envuelve cualquier razonamiento rebelde, lo inhibe, lo perturba, lo paraliza y acaba por ahogarlo. La polémica estaba servida, una polémica con resonancias postmodernas que se centró en si el pensamiento único era o no el destino de la globalización.
La temática de fondo no era nueva. Basta recordar la sociedad descrita por Georges Orwell en 1984. Escrita cuatro años después de la Guerra Mundial, transmite el clima asfixiante de un mundo en el que persistía la amenaza de los totalitarismos. Otra distopía, pensada justo medio siglo después, la novela de Jean Christophe Rufin titulada significativamente Globalia (2004), satiriza una sociedad “perfecta”, basada en una democracia universal donde reina la salud, la abundancia y el consumismo bajo el lema “Libertad, seguridad, prosperidad”. Las visiones que ambos imaginan resultan ingenuas comparadas con el tremendismo de algunos críticos radicales de la globalización, obsesionados por la cuestión del pensamiento único (ver Estefanía, 1997). Leer las “profecías” de estos últimos deja la impresión de que culminado el proceso globalizador, ya no haría falta un Supervigilante controlador (Big Brother) de cómo piensan los seres humanos para que estos no se desvíen de la Verdad, ni unos agentes de Protección social contra el terror como enemigo necesario que justifica el control de los globalianos.
No resisto hacer un excursus: Aparte de ser una constante en la literatura utópica, la cuestión del pensamiento único subyace en el viejo problema de la unidad de la ciencia. La peligrosa pretensión de unificar todo el conocimiento considerado cierto anida en la concepción de la ciencia dominada por el paradigma de la simplicidad y responde al intento de convertir la ciencia en un conocimiento monolítico, paradójicamente a partir de un previo troceamiento disciplinar. Increíblemente, algunos trivializan el tema; por ejemplo Sternberg (2004) alega, refiriéndose a la psicología, que es necesaria una ciencia unida por razones pragmáticas, porque la fragmentación en múltiples especialidades desprestigia y dificulta obtener dinero y recursos para investigar. Otros, calando más hondo, no dudan en considerar reduccionista el intento de unidad de la ciencia, y proponen orientar la investigación desde el enfoque de la complejidad. Riofrío Ríos (2002) se inspira a tal fin en los trabajos de Prigogine (1979b; Prigogine y Stengers, 1979 y 1984) y de Kauffman (1993; 1995).
“Unificar” es el eufemismo empleado por el imperialismo científico, metodológico y temático para controlar la verdad, que por supuesto siempre es la propia. En el caso de las ciencias sociales es dramática la colonización de la ciencia europea por la ciencia norteamericana (algunos datos significativos se recopilan en Jiménez Burillo, 2005), en busca de un monopolio sobre la comunidad científica mundial. Es un intento de control férreo, que no se limita a predicar un credo teórico y metodológico sino que manipula la política de publicación y lo que es peor dicta la agenda de investigación. El resultado es un panorama impuesto por una ciencia aparentemente desterritorializada.
La “manía” de la unificación de la ciencia es compañera de viaje del monismo teórico, otra versión de la preglobalización científica malentendida. La existencia irreducible de múltiples teorías incomoda a la ciencia establecida, a pesar de ser la situación natural del conocimiento científico (sobre el sentido del pluralismo teórico: Munné, 1997). Un conocimiento basado en las diferencias y en el pluralismo teórico genera ciencia abierta, no en el sentido del racionalismo crítico de Popper que supone que el mundo es epistemológicamente inabarcable por razones metodológicas sino en el sentido del paradigma de la complejidad de que la información faltante se debe a que el mundo es una realidad emergente.
Puede aclarar la cuestión distinguir entre una visión única y una visión global. Un contexto global no implica imponer una voz: requiere diferentes voces. Me explico: una cosa es que se busque el trasfondo que comparten varias teorías (caso de la ansiada Teoría del Todo en física, para aunar los sistemas de ecuaciones de la mecánica cuántica y de la teoría de la relatividad general, y así dar cuenta de lo que enlaza la gravedad con las otras fuerzas de la naturaleza: las nucleares débil y fuerte y la electromagnética) y otra cosa muy distinta es que una teoría trate de eliminar a las demás (como en el debate de la psicología entre el psicoanálisis y el conductismo, o de la sociología entre el funcionalismo y la dialéctica). En el primer caso, se busca el común denominador de varias teorías, sin las cuales no puede aprehenderse la complejidad del fenómeno en cuestión. En el segundo, hay un totalitarismo teórico, una imposición ideológica en cuyo trasfondo se encuentra una simplificación, con poco o nada compartido.
Especialmente las ciencias humanas, para no ser reduccionistas deben alcanzar una visión global que conciencie sobre las diferencias “locales”, y sensibilice sobre la necesidad y el significado de una ciencia diferencial, propia de cada lugar y contexto. En este sentido van, con mayor o menor éxito y decisión, algunos intentos de la psicología latinoamericana así como de la psicología europea.
LA EMERGENCIA DE UNA NUEVA MENTE Y EL MUNDO COMO PATRIMONIO DE LA HUMANIDAD
En un análisis provocador, Baudrillard (2002) sostuvo que, en principio, la globalización conduce al triunfo, más o menos violento, del pensamiento único. Argumentó diferenciando la “globalización”, como hecho que afecta al mercado, la tecnología, el turismo y la información, de la “universalización”, referida al ámbito de los derechos humanos y más específicamente a la libertad, la cultura y la democracia. Se ve entonces, dice, que la profusión de intercambios de toda clase de productos en un perpetuo flujo de dinero abre paso a una promiscuidad de signos y valores (globalización cultural), que pone fin a aquellos derechos y conduce a la implantación de un pensamiento “único” en vez de un pensamiento “universal”. Tal situación genera violencia, una violencia nueva caracterizada no sólo por la supremacía de la eficacia técnica y la positividad, por la organización total, la circulación integral y la equivalencia de todos los intercambios, sino también “a nivel de sistema mental” por la equivalencia de todas las culturas. Ciertamente, añade Baudrillard, los movimientos antiglobalización intentan oponerse a esta situación, pero son fácilmente controlables por el sistema dominante por ser una oposición interna del mismo. La superación sólo es posible mediante una confrontación entre lo global y lo singular, en la que las singularidades se autopresenten, no como un contra-pensamiento único alternativo al sistema, sino como un orden simbólico diferente. Y esto, ya de un modo violento, como en el terrorismo actual (que no es producto de la historia tradicional del anarquismo ni del nihilismo o el fanatismo, sino compañero contemporáneo de la globalización), ya de un modo sutil, mediante las singularidades lingüísticas, artísticas, corpóreas o culturales.
El interés del discurso de Baudrillard está, a mi modo de ver, en que sugiere que un pensamiento único ha de ser impuesto o, lo que es lo mismo, que no es viable sin un control. Pero ya hemos visto que, a medida que la sociedad se vuelve más compleja, un control total de la misma es más insostenible. Así lo evidencia la caída de los grandes imperios de la historia y se insinúa en la teoría de Castells. En esta misma línea, puede añadirse que cuando un imperio, como los Estados Unidos, crea situaciones para justificar la violencia, mantener su dominio y hacer valer sus ideas e intereses, está anunciando su decadencia. En el horizonte de posibilidades de un mundo globalizado no es previsible, pues, un escenario dominado por un pensamiento monolítico.
Sí, en cambio, es previsible la emergencia de un pensamiento global, entendido como una remodelación de nuestra mente (que, además de pensamiento, es sensibilidad), ante la necesidad de dar respuestas, cada vez más omnicomprensivas del escenario que genera la creciente hipercomplejidad del mundo. En cierto modo, esa remodelación ya se ha iniciado.
Para entender ese proceso hay que tener en cuenta los desfases del mismo. A este respecto, convendría recuperar el viejo principio de Ogburn (1922) del desfase cultural (cultural lag), según el cual en un sistema social moderno la cultura material (inventos, tecnología, etc.) y la cultura inmaterial (ideas, creencias, etc.) no evolucionan al mismo ritmo sino que aquélla tiende a avanzarse a ésta. Es decir, se asimilan muy rápidamente los avances de la tecnología, pero se tarda en asumir las nuevas ideas en el arte, el derecho, el pensamiento, etc. Cuando Igor Strawinsky estrenó Le sacre du printemps (1913), el culto y selecto público del Théâtre des Champs Elisées gritó y pateó la obra escandalizado ante aquel ruido infernal. Años después, aquellas estridencias eran admiradas casi como música celestial comparadas con el duro dodecafonismo de Arnold Schönberg, aún hoy no aceptado por el gran público.
Según el principio del desfase cultural, hoy estamos en la primera fase de la globalización dominada por el avance tecnológico. Apenas hemos entrado, pues, en el cambio de la cultura inmaterial. Pero el propio hecho globalizador altera ese desfase, porque si bien los efectos instantáneos de las nuevas tecnologías lo potencian, también aceleran enormemente el conjunto del proceso. Esta situación ambigua explica que, estando aún en el umbral de la sociedad del siglo XXI, ya se detecte no sólo el surgimiento de nuevas tradiciones (recordemos a Giddens)y nuevos valores (Inglehart, 1990 y 1997), sino la emergencia de una nueva mente en el sentido que se explicita a continuación.
Puede ayudar a comprender la cuestión el concepto de “zona próxima de desarrollo”, introducido por Vigotsky para explicar el proceso personal de autoconstrucción y apropiación de la cultura a través de la internalización de las interacciones de contenido social e histórico-cultural. Alude ese concepto a la distancia que existe entre el nivel real de desarrollo, dado por la capacidad de resolver independientemente un problema, y el nivel de desarrollo potencial, determinado a través de la resolución del mismo bajo la guía de un adulto o en colaboración con otro compañero capaz (cfr. Riviere, 1985; Rodríguez Arocho, 2001). Se refiere, con otras palabras, al espacio de interacción en el que una persona puede trabajar y resolver un problema o realizar una tarea de una manera y con un nivel que no sería capaz de conseguir individualmente.
En el actual contexto histórico-cultural, esa zona presenta la novedad de que las interacciones que tienen lugar en ella ya no son sólo locales (padres, amigos, maestros, patronos) como han sido durante milenios, también son globales. Sobre todo porque incluyen a los nuevos medios tecnológicos de información, comunicación e incluso participación. Actuando como agentes singulares de socialización y de adquisición cultural compartida, aceleran la globalización a la vez que precipitan los procesos reactivos locales que ésta va generando a nivel individual y colectivo.
Es una situación que recuerda los grandes retos socioculturales de la Historia, los cuales dieron lugar a diferentes visiones del mundo (Weltanschauungen), reflejo del llamado espíritu del tiempo (Zeitgeist). Han producido sucesivas formas colectivas, por compartidas, de pensar y de sentir, como la mentalidad clásica, la feudal, la renacentista, la romántica o la industrial. Recientemente, el autor mencionado al principio, Naisbitt también ha intuido que la globalización del mundo está induciendo cambios en nuestra forma de pensar, pero al indicar en qué aspectos debe reajustarse ésta responde ingenuamente al estilo de los manuales de autoyuda (ver Mind set, 2007). La cuestión es mucho más profunda.
La mente, producto de la evolución biológica y cultural, ha ido transformando las condiciones particulares de vida con actividades, interacciones y herramientas culturales, desde los jeroglíficos hasta Internet, lo cual a su vez transforma nuestra forma de percibir, entender y explicar las cosas (Rodríguez Arocho, 2002). Pues bien, la globalización es un paso más allá: potencia esa transformación porque impulsa a la mente (al menos a la mente occidental u occidentalizada) a funcionar emocional y cognitivamente de un modo diferente, por no decir inverso, al dominante desde la emergencia del pensamiento griego (Munné, 2004). En vez de simplificar la realidad, ahora necesita aprehenderla en su complejidad.
Desde mi perspectiva epistemológica, las investigaciones sobre la complejidad que han puesto en evidencia hechos o resultados “experimentales” cuya explicación va más allá de la ciencia y la lógica establecidas, orientan sobre el posible funcionamiento de la mente en un mundo global. En la imposibilidad material de entrar aquí a fondo en esta apasionante cuestión, apuntaré algunos aspectos de la misma.
En el contexto de la globalización, la mente se ve estimulada a entender y manejar un mundo hipercomplejo. Esto la hipersensibiliza hacia temas y problemas cuya comprensión requiere considerar el carácter no lineal y emergente de los procesos que tienen lugar en ellos. Además, promueve la reconfiguración de su modus operandi, lo cual afecta a las actividades cognitivas básicas, en particular a la conceptuación, el razonamiento y la explicación.
En primer lugar, muchos conceptos simplificados hasta hoy en un sentido negativo (como los de ambigüedad, contradicción, indefinición o incertidumbre), adquieren un sentido positivo o recuperan su sentido original positivo. Otros, hasta hoy entendidos dicotómicamente, ganan en borrosidad y por lo tanto en riqueza semántica. Las consecuencias ideológicas se adivinan profundas, ya que afecta a conceptos axiológicos como justicia, belleza, paz, bien, amor, democracia, fe, ciencia, felicidad, familia o Dios, y sus respectivos antónimos. También quedan afectadas las relaciones entre conceptos, por ejemplo, entre causa y efecto, orden y caos, idéntico y distinto, simple y complejo, global y local, etc.
El par conceptual global-local tiene un interés especial aquí. Aprehendido como un sistema complejo, ambos aspectos se realimentan en un proceso paradójico de fractalización, en el que lo global desborda lo local y éste adapta y “comprime” lo global. Dicho en el lenguaje hologramático de Morin (1994), el todo está en la parte y la parte en el todo. Lo global sólo puede potenciarse si no se desgaja de lo local, y viceversa. Huyendo de la simplificación y en un estricto análisis económico de la globalización, Ghemawat aporta numerosos datos que reflejan el protagonismo de lo local en el mundo. Por citar algunos: el 90 por 100 de la inversión total en el mundo es inversión directa extranjera; el 98 por 100 de las llamadas telefónicas son nacionales, el 95 por 100 de los universitarios estudian en su país, el máximo de inmigración en el mundo se alcanzo nada menos que en 1910; etc. Y concluye, contra el mito de la globalización total, que precisamente por ser la globalización un proceso de uniformidades, en ella serán más importantes que nunca las diferencias (Ghemawat, 2007). Aunque en otro orden, ya se había anunciado el paradójico auge de lo local, con manifestaciones como el renacimiento de los nacionalismos, la proliferación de las televisiones locales o el desarrollo de las microempresas en Internet (Nasbitt, Global paradox, 1994).
Contra lo obvio: la “macdonalización” del mundo estimula la diferenciación cultural. Algunas ilustraciones: En el ámbito turístico, masificación aparte, la concentración empresarial y la homogeneización de los servicios sólo son sostenibles con ofertas que reflejen lo más posible las peculiaridades culturales de cada lugar. Muchos folletos de instrucciones y garantías que acompañan a artículos comercializados en distintos países del mundo, antes iban en inglés, y ahora suelen ir en las lenguas habladas en los diversos países del mercado potencial. El espectacular además de impredecible éxito (económico) de China, no exportable por ejemplo a la India o al Brasil, o el fiasco de la nefasta guerra del Irak, no sólo ponen en entredicho tesis falsamente globalistas como la de Fukuyama sino que hacen tomar conciencia de la localidad y diversidad de las culturas políticas.
Los problemas globales provocan planteamientos globales, pero no necesariamente soluciones totales, miméticas. Un ejemplo histórico, en el ámbito de la gastronomía: La llegada en diversos momentos a Europa de productos exóticos o ultramarinos (especies, frutas, tomates, patatas, etc. de Oriente y de las Américas) en vez de globalizar la cocina la enriqueció con recetas resultantes de la imaginación y la experiencia locales; otra cosa es la llamada “comida internacional” estandarizada, que responde más a un proceso de totalización que de globalización.
Los relaciones conceptuales paradójicas promueven formas paradójicas de razonamiento. Afirmaciones consecuentes con las teorías de la complejidad, como que un sistema a pesar de que implica organización u orden puede ser caótico, que el equilibrio puede ser inestable, que lo mismo puede ser distinto o que los límites pueden ser borrosos, sólo resultan inteligibles adoptando un razonar no lineal, que no saca conclusiones predeterminadas como en la “mecánica” silogística de la lógica aristotélica.
Todo ello afecta a la explicación, que pasa a ser de “geometría variable”. Como sea que la complejidad incluye la simplicidad, el sentido de la explicación cambia según la naturaleza compleja o no del proceso a explicar. En general, los procesos complejos requieren explicaciones más endógenas que exógenas. Y los procesos emergentes explicaciones más “desde abajo” que “desde arriba” (Johnson, 2001). Así, el surgir del orden desde el caos (que nada tiene que ver con el concepto ingenuo de generación espontánea) sólo puede ser explicado desde abajo y endógenamente. Por añadidura, en la explicación de los sistemas caóticos o hipersensibles a las variaciones de las condiciones iniciales, un fenómeno linealmente insignificante puede ser muy relevante e incluso decisivo para dar una explicación de las relaciones no lineales.
La hipercomplejidad de los procesos de la globalización desborda las formas tradicionales de explicación. Explicar una situación desde abajo en vez de desde arriba no es una simple inversión argumental. Puede resultar subversivo: la proliferación del poder nuclear en el mundo es un problema para los contados países que lo tienen, pero para el resto el problema es que este poder no esté globalizado. Recordemos la propuesta de Giddens de una visión abajo-arriba de la política, como respuesta a los problemas de la globalización.
Por supuesto, los desfases en la globalización afectan a la reconfiguración de nuestra mente, cuyo desarrollo es impredecible. Ciertamente, los nuevos agentes tecnológicos de socialización contribuyen a su aceleración, pero la asimetría de la información (Stiglitz) la obstruye y lentifica. Los impulsores económicos de la globalización (individuos, grupos o instituciones) que producen sobre todo cultura inmaterial, generan, promueven y distribuyen información de modo que les facilite “dirigir” el proceso. Es una información aparentemente global, que por sesgada es de hecho local con pretensiones de totalidad. Su intervención se basa en una simplificación de la situación, lo cual reduce la incertidumbre y el potencial del proceso globalizador. Y esto dificulta que la mente pueda sentir y pensar en términos globales desde la singularidad de cada persona, grupo o lugar.
Pero la globalización de la información está, al menos potencialmente, en manos de los nuevos medios tecnológicos de comunicación y en la medida en que estos puedan escapar al control, hacen posible cada vez más la toma de conciencia de la complejidad de la situación y de que nada de lo que sucede nos es ajeno. Hasta hoy, la falta o debilidad de esa conciencia ha impedido afrontar problemas endémicos del mundo, como el hambre, la pobreza y la guerra, u otros recientes como la emigración, porque su solución depende menos de la falta de solidaridad (criterio moral) que del convencimiento de que su no solución perjudica a todos y su solución beneficia a todos (criterio pragmático). Ahora bien, el advenimiento de la globalización ha empezado a concienciar localmente de la globalidad de otros problemas como el cambio climático, la degeneración de la biodiversidad o el alto riesgo de pandemias a escala planetaria diagnosticado por la OMS (2007). La globalización de la mente es necesaria para comprender que el mundo está adquiriendo una realidad glocal. Y que afrontar esos fenómenos globales sólo parece posible como complejos problemas locales.
Ante esto, se impone una reflexión final, que entra ya en la dimensión ético-política de la cuestión. La globalización afecta potencialmente a cualquier ser humano de cualquier país. Y si todo afecta a todos, legitima y responsabiliza a cada ser humano para intervenir en el proceso, sin exclusión alguna. Acudiendo a la expresión con que la UNESCO designa a todo aquello que considera valioso y único en nuestro planeta, puede afirmarse que el hecho de la globalización convierte al mundo en patrimonio de la humanidad. Esto es, de cada uno.
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