“No nos convertimos en lo que somos, sino mediante la negación intima y radical de lo que han hecho de nosotros” Jean-Paul Sartre. Prologo a los condenados de la tierra de Franz Fannon.
A manera de introducción: la pedagogía crítica como praxis reflexiva
Si bien es cierto que desde un punto de vista técnico o descriptivo puede pensarse en diversas pedagogías, por la denominación misma de esta, supone ya alguna faceta crítica, por lo tanto, si entendemos la educación como un proceso de aprendizaje y creación de conocimiento, la pedagogía, a efectos de que esto se logre, necesariamente debe ser crítica; es decir, en sentido restringido, no puede pensarse una verdadera pedagogía sin su dimensión crítica, lo demás son posturas para la transmisión de conocimientos, el adoctrinamiento, la capacitación o la famosa creación de “competencias”. Por ello cuando nos referimos a la pedagogía crítica estamos pensando en esa dimensión amplia y aclaratoria que reitera su carácter crítico.
En ese sentido amplio, la pedagogía crítica posee una naturaleza integradora en lo referente a la teoría y la práctica superando el artificio que las separa; parafraseando a Freire, la pedagogía para que sea crítica implica una integración “sine qua non” entre teoría y práctica, pues evoca la convergencia entre conciencia reflexiva, acción ética y política, de modo que conciencia y realidad son inseparables. Esta pedagogía liberadora tiene su fundamento en la teoría marxista, en la cual la separación teoría y práctica es inexistente, si bien puede existir práctica que no deviene de teoría, no puede pensarse una teoría sin una dimensión práctica; este es el concepto marxiano de praxis, que no es cualquier práctica, sino práctica que supone necesariamente una conceptualización práctica.
Ese fundamento marxista le permite a la pedagogía crítica pensar la realidad de modo crítico e interrogador, revisando conceptos como resistencia, emancipación, concientización, problematización, participación y transformación, entre otros. Tales constructos están interrelacionados entre sí, unos llevan inevitablemente a otros o son acciones articuladas en la dinámica de la pedagogía crítica, dicho de otro modo, poseen un estatus dialéctico y dialógico. Por ejemplo, no es posible la emancipación sin acciones de resistencia, de problematización y participación o no sería posible la transformación hacia una sociedad más justa y equitativa sin acciones éticas y políticas congruentes con ese “telos”.
Así visto, desde Freire (2001), podemos decir que la pedagogía crítica es un medio alternativo de (auto)liberación de los oprimidos. Es decir, la pedagogía crítica nos hace un llamado ético y político desde la educación, y por ende desde la pedagogía, misma que busca (des)/(re)educar a los sujetos para que puedan alcanzar una formación integral y no reproduzcan ni legitimen procesos instruccionales y enceguecedores
La resistencia como acción consiente y liberadora
En ese contexto de pedagogía de la resistencia, de la desobediencia y de las alternativas nos ubicamos como grupo investigador-docente, desde allí surgen nuestras dudas, curiosidades, preocupaciones y deseos de promover cambios en la escuela secundaria, preguntándonos acerca de nuestro papel como promotores y observadores del cambio.
El panorama que observamos en la educación formal costarricense nos parece aterrador, los actores y actrices presentes en ese escenario aunque poseen conciencia de los problemas y amenazas que les ciernen tienen poco espacio real y participativo para cambiar el rumbo de las cosas. Sin embargo, en el proceso de investigación-acción-participativa que estamos coordinando en un Liceo de Heredia y otros procesos realizados en un colegio de Alajuela, San José y Cartago respectivamente, hemos recogido evidencia de una clara conciencia de las dificultades que atiborran a las instituciones educativas de secundaria, donde además el estudiantado y el cuerpo docente a menudo coinciden en el análisis de las problemáticas aunque expresan sentirse ahogados en un mar de normas y burocracias que afectan directamente su hacer y estar en el colegio. Esa conciencia de las limitaciones no quiere decir que la educación sea el problema, sino que tales limitaciones son propias de la educación tradicional, por lo que en este ensayo nos interesamos por saber cómo se van manifestando las resistencias, modos alternativos de ser y hacer, y las fisuras en el marco de lo puramente institucional, que es por ahora la forma dominante de la llamada educación.
Dicho de otro modo, hay conciencia de la debilidad institucional como proyecto educativo emancipador y promotor de calidad de vida, formación integral o vida plena, cuestión que no es nueva ni distinta a otros periodos históricos, pero nos interesa el marco utópico de posibilidad de ruptura hacia una alternativa radical que adscriben algunos(as) de esos actores preocupados por transformar la realidad. Como es de esperar, hay conciencia de los problemas más no del cómo resolverlos (ni tiempo ni condiciones para hacerlo). Para sustentar lo anterior, aceptamos la premisa ética propuesta por molina (2007), misma que plantea que las acciones de resistencias no pueden reproducir los efectos contra los cuales se está luchando; sin embargo, recordamos que la ética es un compromiso que nace cuando debe nacer. A veces el conocimiento no es suficiente, y en todo caso, la maduración de una perspectiva crítica y emancipatoria es un proceso que no puede resolverse en un solo momento de la vida, caso de la vida colegial.
Para nosotros, poder y resistencia evidentemente tienen una dirección. Se plantea que la resistencia supone la existencia del poder. Los dos elementos son conceptualmente interdependientes, se contienen el uno en el otro (Foucault, 1999 y Molina, 2007). Los diversos sectores sociales, en un contexto dado, pueden ejercer control sobre sus vidas y, por lo tanto, pueden resistir, incidiendo así sobre aspectos que afectan sus existencias. La resistencia está incluida en relaciones de fuerza definidas por el poder, y no existen condiciones de dominación que no incluyan formas de resistencia, en una dialéctica entre quienes quieren reducir los espacios de libertad y quienes quieren ensancharlos. En efecto, el poder no es monolítico, es ubicuo y móvil y por ende, a la vez, es peligroso; es decir, si el poder supone la resistencia, entonces la resistencia es la contracara sistémica del poder, de allí que lo importante realmente es la ruptura emancipatoria, más allá del poder y de la resistencia.
Por eso creemos que para comprender la resistencia es imperativo desmontar los mecanismos que la hacen operativa. El poder pone sus límites allende de su organización, mientras que quienes resisten luchan por impedir la petrificación de los vínculos de poder y por conquistar espacios de libertad (Molina, 2007). Para entender como se estructuran las relaciones mutuas entre poder y resistencia es necesario escuchar a Foucault cuando advierte que el poder no es un elemento estático, sino el nombre que se le asigna a una situación estratégica y compleja, quedando más claro que el papel de las ciencias sociales al respecto ha de ser el de ofrecer herramientas para comprender, interpretar y sugerir caminos en las contingencias señaladas.
La educación, por su parte, tiene la tarea urgente de analizar la dialéctica entre poder y resistencia presente en todo espacio educativo, para ello puede contar con las herramientas (señaladas) que ofrece la pedagogía crítica. La tarea no es fácil por el carácter caprichoso de la resistencia como tal, de hecho más que resistencia lo que hay son resistencias, concretas y emergentes, ellas son momentos comunicativos y constantes en las aulas. Por su parte, comprender los juegos del poder en las instituciones educativas es un elemento importante para analizar las prácticas de enseñanza y aprendizaje.
La resistencia de los y las jóvenes en la escuela secundaria se presenta de diferentes maneras: una de las más notorias y documentadas se refiere a las prácticas que responden al gobierno del cuerpo, del espacio y del tiempo adolescente, el estudiantado resiste frecuentemente contra la constricción enajenante de imposiciones adultocéntricas sobre el cómo habitar el colegio, mismas que se manifiestan en reglamentaciones internas, circulares ministeriales y en acciones arbitrarias fuera de la ley. A pesar de lo indicado, no toda reacción juvenil contra dichos controles son resistencia, ya que en muchos casos, se trata de simples procesos de autodefinición identitaria que no pretenden resistir, pero que crean fricciones frente a las y los adultos. Tampoco olvidamos, sin ánimo de criticar, que muchas de las manifestaciones juveniles responden aleatoriamente a intereses de mercado (vestir marcas, usar iconos de grupos musicales, peinarse como el cantante “radical” de moda sin la menor criticidad o conocimiento, etcétera). Dicho de otra forma, en los casos como los señalados se trata de elementos de identidad, todos creados por la misma cultura de masas, que para bien o para mal a veces cobran el carácter de signo de resistencia.
En algunas instituciones más que en otras y en algunos momentos más que en otros, los y las representantes institucionales extreman el control sobre el cuerpo joven, siendo unos “clásicos” de esta práctica el control del largo de las faldas para las mujeres, el largo del pelo en los hombres, la prohibición de adornos en el cuerpo, el uso “correcto del uniforme”, entre otros. Hay que mencionar que desde la llegada del actual Ministro de Educación (2006-2010), por el sólo hecho de él que lleva el pelo largo, en los colegios han disminuido las prácticas coercitivas dirigidas al control del estilo del cabello masculino; pero también la evidente inutilidad del sometimiento a través del buen uso del uniforme ha abierto la posibilidad cada día más generalizada de definir el propio uniforme institucional. Lastimosamente, para sustentar el primer caso no tenemos datos, mientras que para el segundo basta con observar el color y tipo de uniforme que usan los y las estudiantes a lo largo y ancho del país.
En nuestro país muchas de esas prácticas siguen siendo focos de resistencia, aunque eso puede cambiar en un futuro cercano donde esos elementos de resistencia podrían ser poco significativos dada la tendencia a la “libertad” de uniforme señalada y a la ausencia del mismo como ya sucede en secundarias norteamericanas y europeas, donde las aulas son desfiles de modas y de supuestos grupos de todo tipo: darks, góticos, emos, punks, vampiros, folks, étnicos, etcétera, allí esas modas ya no representan ninguna resistencia puesto que han sido absorbidas por el mercado o asumidas como simplemente normales o como identidades de ocasión y de simple autoafirmación de las y los muchachos.
Como grupo investigador a cargo del proyecto “Alfabetización crítica en la cultura escolar”, hemos recogido en los últimos años (2005 a 2009) historias, de estudiantes de colegio, sobre cómo se ejerce el control del cuerpo, llama la atención algunas formas de abuso de autoridad al respecto, algunos de esos relatos incluían la contratación, por parte de un colegio, de un barbero que, situado en la entrada de la institución, cortaba el pelo a los varones como condición para que pudieran entrar a la institución, en otro colegio ubicado en Heredia era el mismo director quien se los cortaba, les repartía escobas a quienes llegaran tarde para que barrieran las aceras y hasta les hacía embetunar los zapatos a aquellos estudiantes que los trajera sucios, todo ello con la complacencia y complicidad de profesores, administrativos y padres de familia en general.
Aunque como señalamos parece haber disminuido la histeria institucional hacia el largo del pelo en los varones, sin embargo permanece el nerviosismo con respecto al largo de las faldas de las jóvenes, en ese tema hemos comprobado en las entrevistas que los cuentos sobre manos docentes o administrativas que descosen el fondo de la falda para alargarla no es una leyenda urbana, sino que corresponde a hechos realmente acontecidos en años recientes. Del mismo modo que no es un mito despojar a los y las jóvenes de sus adornos corporales, de sus maquillajes y prendas consideradas fuera del uniforme. Quedando claro la violación a la autodeterminación de las y los muchachos de vestirse como lo deseen, aún y cuando eso les origine la paradoja de que se genere violencia entre ellos/as por ese justo motivo.
El nerviosismo de los(as) docentes y directores(as) y las consiguientes actuaciones institucionales son provocadas también por vestimentas juzgadas de sensuales (esto casi exclusivamente en las mujeres), adornos como brazaletes, aretes, collares, la presencia o ausencia de escudos; muy temidos son los zapatos tipo tenis o que no sean de color negro y en general la diferencia de los matices de color, comparados con los establecidos reglamentariamente. Los y las colegiales desafían masivamente y consistentemente el reglamento, poniendo en actos unas muy claras prácticas de resistencia ante las imposiciones, las sanciones y, como hemos reportado anteriormente, las constantes acciones institucionales restrictivas contra la elección que los y las adolescentes realizan, relativas a su aspecto físico, a su uso del tiempo, del espacio y de su mismo cuerpo. Uno de los testimonios recogidos acerca de prácticas controladoras del cuerpo adolescente se remonta al 2006, e involucra al Liceo experimental bilingüe de Grecia. En esa institución semiprivada, el plantel docente entero, con la orientadora, se ponía en la entrada del colegio, con un metro de costurera para medir el largo de las faldas, también controlaban otros aspectos del uniforme. Profesores y profesoras esperaban a sus discípulos con boletas en mano.
En cambio, ante el discurso sobre la obligatoriedad del uso del uniforme, las reacciones son diversas. Parece ser que entre los diferentes actores y actrices en la escuela secundaria ha calado el discurso de que el uniforme es un dispositivo igualitario, que está allí para garantizar que todo el mundo se vea igual a pesar de su clase social, lugar de procedencia y para evitar desfiles de modas que puedan humillar a quienes no puedan formar parte en él. Además, como señalamos, consideran que el uniforme tradicional (camisa celeste y pantalón o falda azul) está desfasado y crea muchos inconvenientes, pues los y las estudiantes hacen “muy mal uso” de él y por ello prefieren que se use otro más adecuado a la moda juvenil y de fácil control sobre su uso “correcto”.
Los y las jóvenes que hemos entrevistado en los distintos colegios arriba señalados en los años 2006-2010 han referido experiencias interesantes, con ellos y ellas nos hemos dado cuenta de la existencia de una conciencia del “papel de uniformar” que tiene el uniforme, es por eso que se resisten, lo usan incumpliendo lo establecido, rompen los ruedos de sus pantalones, no usan faja, sacan sus faldas, los ajustan al cuerpo, no usan escudo, cambian los tonos de los colores establecidos en el reglamento, no usan calcetines oficiales, “decoran” sus cuerpos con aretes, brazaletes, collares, prendedores y hasta con tatuajes; todas ellas son prácticas prohibidas por los reglamentos como hemos acotado.
Otra consideración importante, clara para todos, es que una parte considerable de la población costarricense vive con variadas y diversas carencias económicas y sería mucho más caro para una familia costear los cambios de vestimenta a lo largo de los cinco días lectivos de la semana. Este es un argumento real, lo cual no quita los significados simbólicos presentes en la uniformización, por decirlo de alguna manera, de la juventud escolarizada. Por otro lado, también es cierto que para los y las jóvenes que corren un fuerte riesgo de exclusión social, llevar el uniforme significa también mostrarle al mundo que están dentro de la institución, de la que no han sido (todavía) excluidos (as) y son estudiantes de secundaria.
Sobre la desobediencia como forma de resistencia
Así señalado, hay muchas formas de resistencia, sin duda, una de ellas es la desobediencia, misma que los y las estudiantes de los colegios costarricenses practican consciente o inconscientemente de forma frecuente, es un resistirse al orden o un no obedecer lo establecido por el mundo de los adultos. De tal modo que pensar la desobediencia es en primera instancia un ejercicio de pensar el orden, la estructura, las normas y en sentido estricto las relaciones de poder, mismas que se dan por supuestas o se presentan como prístinas convenciones de lo objetivo, de la organización, como adalides de la razón y la neutralidad, de la sapiencia y demás formas del saber presuntamente seculares. Es decir, las relaciones de poder imperantes se “naturalizan”, secularizan o culturalizan para legitimar sus beneficios aunque ello contenga en sus entrañas el sometimiento de los otros. Situación paradójica, pues aunque moderna o “científicas”, las relaciones de poder contienen una verticalidad medieval, escolática o absolutista en sus jerarquías, como una suerte de resabio del “ancien regime”, una capa arqueológica del cieno en las prácticas y discursos sobre la obediencia y la disciplina.
Esas expresiones del poder en la modernidad, teñidas de igualdad, libertad y fraternidad, son a su vez formas de sometimiento objetivadas en las normas aunque invisibles, pues las reviste el barniz de saberes y relaciones de poder-saber que aún no pasan por la primera desobediencia, la desobediencia de la pregunta, del cuestionamiento que hace de este ejercicio primero uno de desobediencia epistémica, no porque deba ser un arcano reservado a quienes inquieren la episteme en el claustro de la universidad, sino desde quienes en la irreverencia y el acto mismo de desobedecer la ponen en cuestión, en paréntesis o en duda, aunque esta se ancle en lo profundo como un dolor visceral. Todo ello a pesar de reconocer que la desobediencia no es automáticamente una forma de resistencia, ya que algunas formas de obediencia son positivas o me aseguran la calidad de vida, refuerza la dignidad y promueven la criticidad como cuando nos dicen no destruyamos el bosque, no contaminemos los ríos o se nos indica que sigamos rutas demarcadas en parajes montañosos por nosotros desconocidos, con alta probabilidad de extraviarnos y hasta de perder la vida.
Por tanto, la resistencia que referimos, es aquella que se rebela contra esas formas objetivadas de la razón, del poder-saber, formas que se han impuesto ante la reacción irreverente del cuerpo que resiste desde lo volitivo y lo colectivo. Tales objetivizaciones representan un modo de control y vigilancia (normalización, en palabras de Foucault) de los cuerpos, como se ha visto en el caso de los colegiales costarricenses, ellos evidencian maneras desautorizadas de vestir, planteando escenarios poco comunes, “complicados”, de difícil aceptación y catalogados por algunos docentes de inmanejables, de allí que se haga común plantear la disciplina como salida –aunque paradójicamente ella favorece la indisciplina y la violencia-. De este modo, el miedo se impone como prescripción ante lo inestable y como única posibilidad ante la imposibilidad de las posibilidades que plantea, se llega a una especie de falacia circular donde se impone la violencia para salir de la violencia.
Así visto, la desobediencia remite a acciones producto de la reflexión y a otras más intuitivas, en ambos casos cuestionando el orden de las cosas y manifestando insatisfacción ante los saberes y acciones deterministas. Ese espíritu interpelante e insatisfecho del ser humano le remite a una condición pedagógica, esto es, preguntar para aprender. Es lo que Freire refería como pedagogía de la pregunta, una que se opone a aquella pedagogía de las respuestas, del saber establecido y absoluto; esa pedagogía de las respuestas es lo que él denomina como bancaria, misma que reproduce relaciones de poder que aseguran el “status quo” de unos pocos muy a pesar de la desigualdad, exclusión e injusticia que provoca en gran cantidad de personas.
Ese acto de asombro y admiración usado desde la antigüedad helénica y posiblemente en otras culturas anteriores, interpela, confronta e interroga sobre lo que aparenta ser y no lo es, sobre lo que parece ser “episteme” pero no es otra cosa que “doxa” u opinión infundada. Para el docente opresor y oprimido ese acto suele ser calificado como una irreverencia o un acto de desobediencia, al menos así lo señalan gran cantidad de los y las colegiales abordados en nuestra investigación, quienes se quejan del verticalismo docente, la confrontación descalificadora y del autoritarismo sapiencial que no permite el cuestionamiento de los y las estudiantes a su accionar, sus saberes o a su performance en el aula o en la urdimbre de pasillos que no callan, que no aceptan el “dictum” de un mundo enmudecido o silenciado para oprimir al otro.
Dicho de otra forma, el saber humano más allá de la discusión epistemológica del realismo y el empirismo, contiene un espíritu socrático o un favoritismo por la palabra, la pregunta o la duda. Cuando el docente acalla ese espíritu suele someter al otro mediante la negación de la palabra, la imposición de su “verdad” y la legitimación y continuación del “status quo” operante, de allí que algunos estudiantes resistan desobedeciendo a su inmaculada autoridad. Esta posición nos lleva a reconocer el papel significativo del lenguaje y de la comunicación como medios para la emancipación (Habermas), por eso la negación de la palabra a los sujetos (el silencio) y la importancia relativa a determinados fragmentos de la historia (de quienes la escriben) conllevan a la “naturalización” del sometimiento.
Negar la palabra o su expresión, mediante la censura de la pregunta equivale en convertir al sujeto (estudiante) en una anónima instancia que, a fuerza de homogenización y prescripciones, pulula respuestas prefabricadas. Esa negación de la pregunta niega a la duda como motor del aprendizaje, no la duda cartesiana que se olvida apenas inicia o que es solo escusa para la imposición de la razón, sino la pregunta profunda de las necesidades, intereses y expectativas de los sujetos, misma que remite a la cotidianidad o al espacio vital de los sujetos. Lo anterior, remite a la negación de una lectura crítica de la realidad, sin la cual, según Freire (2001), sería imposible la emancipación de los sujetos educativos.
Esa “naturalización” de la falsa seguridad, del pensamiento único o de la normalidad, es concordante, coherente y contingente a la obediencia de maestros convertidos en censores, de administraciones y gestiones que han pasado a emular en sus peores taras la burocracia autoritaria o que nunca se libraron de su nefasta herencia, pues a fuerza de consentimiento –que también se ha podido llamar resignación-, olvido y silencios instituidos se reproduce en la práctica esos entornos educativos obedientes. Mismos que, como hemos citado, someten, oprimen y hasta anulan o excluyen al sujeto.
Jóvenes que se hacen sujetos en el declive de las instituciones
Duschatzky y Corea (2002) plantean que existe un declive de las instituciones y que estas están fallando en cuanto constructoras de subjetivación. El tema de la subjetivación sobrepasa las problemáticas ligadas a la función del colegio: ¿será una función pedagógica o bien asistencial? Se trata de una duda que a veces expresan los(as) docentes, quienes se quejan de que sus estudiantes ya no son “educables” y que la función del colegio se habría igualado al de una guardería.
Esas autoras proponen que la institución debería transformarse en un dispositivo, de allí que si en la comunidad la función de “guardería” reduce la vulnerabilidad de los y las estudiantes en situación de grave expulsión social, bienvenida sea esa función. Si el colegio logra proteger a los(as) jóvenes de las clases sociales desposeídas de un entorno vulnerabilizante, ha asumido y cumplido su cometido con creces, siempre y cuando logra atraer a las personas jóvenes con programas vinculados a su realidad, su cultura y sus intereses y reconozca su diversidad.
Los cambios económicos y sociales hacen que la escuela secundaria no pueda más constituirse en una promesa de ascenso social (si algún día así fue), para el estudiantado. Sin embargo, esta es sólo parte de las funciones que han cambiado alrededor de la escuela. La “reorganización” de las funciones institucionales muestra que el tejido de la subjetivación está rasgado y que existen reacciones estudiantiles en el contexto de la institución, que no logra –o no quiere- dar respuesta a las necesidades reales de las personas. Podríamos llamar esas reacciones estudiantiles formas de resistencia, sobre todo si le agregamos al análisis de contingencia de las dos estudiosas argentinas anteriormente citadas (Duschatzky y Corea, 2002), las hipótesis que emergen de nuestras observaciones en colegios costarricenses.
Lo que vimos fueron prácticas pedagógicas paradójicamente opuestas a las citadas en los documentos que ilustran las intenciones ministeriales, o bien opuestas a las teorías constructivistas. En esos ámbitos, se insta a trabajar incluyendo los saberes de los y las estudiantes, arrancar desde sus intereses y sus culturas, o se sugiere reflexionar sobre la función homogeneizadora de la institución escolar para poner, en cambio, a la diversidad en el centro de la actividad didáctica, en nuestras aulas. Además, la política educativa “Hacia el siglo XXI”, aún vigente en el país, sostiene que los fundamentos filosóficos de nuestra educación han de ser el racionalismo, el humanismo y el constructivismo, abogando por una educación crítica, reflexiva y transformadora.
La distancia entre lo que se pretende y lo que se realiza suele ser abismal, en los colegios estudiados se presentan planes anuales desprendidos de la política educativa mencionada pretendiendo fomentar la inclusión, la diversidad, la interculturalidad, la participación, los valores solidarios, entre otras buenas intenciones que se esfuman en una práctica atiborrada de burocracia, controles e imposiciones. De allí que no sea de extrañar la reacción de los y las estudiantes, en desobedecer sistemáticamente a aquellas acciones que les infringen sus sentimientos e identidad, dicha reacción suele ser descalificada con estereotipos adultocéntricos que la reducen a un asunto propio de la edad, es decir, se considera que las juventudes son por definición “irreflexivas”, inconscientes o inmaduras, son adolescencia que adolece de madurez, prudencia y sentases.
No se considera posible que los y las jóvenes resistan contra una especie de “gran mano” institucional que los y las toca y, que simbólicamente, mutila su apariencia de gente joven que empieza a explorar y ensayar su posibilidad de gustar o su atractivo sexual, y, por el contrario, se obvia esa reacción e imponen acciones disciplinarias para recuperar el control y con ello evitar la posible “ingobernabilidad” a la que puede llevar el dar curso a esa “rebeldía adolescente”. Repitiendo un poco lo dicho, se le niega la palabra al sujeto para evitar la desobediencia, la misma no se ve como un proceso pedagógico sino como una amenaza contra la estabilidad institucional.
Si el ámbito pedagógico de esta institución que se lamenta de que no puede enseñar (Duschatzky y Corea, 2002) o de que sus estudiantes son “ineducables” (Baquero, Pérez y Toscano, 2008) continua a reproducirse de manera “tradicional” y, en lugar de construir, corre el riesgo de debilitar las funciones cognitivas, de allí que la resistencia sea una reacción muy sana que se opone al aplanamiento y al deterioro de sí. En las aulas hemos visto que los y las estudiantes no suelen tomar la palabra y cuando lo hacen suele ser para recitar “investigaciones” realizadas en la Red sin ninguna guía, reproducir fotocopias o exponer ideas ajadas, de allí que no nos sorprende que alguien se haga cargo, en las aulas, de hacerse el gracioso(a) o de que otros(as) “conversen” con su vecino, utilizando si se puede el celular y los mensajes de texto. ¿Cuántas veces se utilizan los mensajes de texto en nuestras aulas como medio en una actividad didáctica presente en el planeamiento docente?
En el sentido señalado, la fragmentación es omnipresente en la actividad de aula, donde la didáctica es presentada de forma segmentada y mecanicista, cayendo en el didacticismo y olvidándose frecuentemente de la pedagogía misma, sobre todo de aquella que interpela desde las necesidades, intereses y expectativas de los sujetos educativos, como ya señalamos, la pedagogía de la pregunta más que de las respuestas. A sí mismo, las interrupciones son la norma, ya sea en el calendario escolar o en la dinámica del aula, los 40 minutos de la clase suelen ser realmente de 20 y hasta menos. Si los y las jóvenes reaccionaran a la fragmentación, se trataría de una forma de protección de su sistema cognitivo que no “funciona” de forma fragmentada.
Pareciera que la institución escolar trabaja a partir de una idea abstracta de estudiante al que se dirige como si fuera un elemento unificado. Todos nuestros y nuestras estudiantes son diversos y se trata de una inmensa riqueza que las necesidades prácticas (hasta 40 estudiantes en cada aula) y la cultura escolar tradicional invisibilizan, este es el caso de las mujeres, personas extranjeras, personas con discapacidad o con elección sexual no mayoritaria, costarricenses originarios(as), origen étnico, entre otros.
A pesar de lo dicho sobre el declive en que se encuentran las instituciones, no omitimos manifestar que para los y las estudiantes de secundaria el colegio sigue siendo un lugar importante para sus vidas, en él resignifican su cotidianeidad, socializan con sus pares y elaboran nuevos conocimientos (alternativos) en el encuentro con los otros y otras, esto sucede en los pasillos y otros espacios fuera del aula, este último lugar parece estar asociado para muchos estudiantes a la tragedia existencial. Pareciera que la guardería como dispositivo sujetivador funciona en el exterior del aula, misma que según el criterio de estudiantes entrevistados es un mal necesario que se asemeja al de cumplir una condena en un régimen de libertad condicional.
A modo de conclusión. Ideas para una introducir la necesidad de la desobediencia
Podemos resolver que la desobediencia en tanto forma de resistencia refiere a las tensiones inherentes entre lo diverso y las compulsiones de orden que presiona por la homogenización del espacio y la normalización del otro. Dichas tensiones presuponen prácticas que niegan la propia subjetividad de las y los educadores y las y los discentes y contienen correlatos con las metáforas de la incompletud del otro, ese otro que en tanto joven se encuentra incompleto a juicio de posiciones de índole adultocéntrica-autoritaria y deben ser llenados mediantes los fragmentos del saber-poder.
Desde un punto de partida comprensivo, interpretativo y de reconocimiento del otro es posible articular una propuesta que reconozca en la desobediencia la fuerza de las diferencias y la creatividad que se niegan a someterse a moldes, normas y prescripciones –curas de sueño y ritalina-, y desde allí, partiendo de la especificidad propia de su cultura cada centro de educación superior debe iniciar un camino de construcción colectiva y de resignificación del espacio escolar, que puede tener una deriva en la vertiente de la investigación-acción-participante en tanto praxis investigativa transformadora en la que los actrices y los actores institucionales parten de sus preocupaciones y necesidades y responden a éstas desde sus propios recursos, los que se poseen o se adquieren a lo largo del proceso de investigación en el que la reflexión y la acción se hilvanan en distintos momentos, y derivan en la consecución de acciones concretas tendientes a los objetivos dispuestos por las y los participantes, asumiendo los cambios en su carácter procesual y ubicando la transformación como posible en los itinerarios de lo colectivo.
Así, el problema de la educación, aparte de las taras burocráticas señaladas en este ensayo, es la identificación de supuestas diferencias de poder entre docentes y estudiantes, y un soberano terror a construir relaciones de conocimiento libre, especialmente por los docentes y los administradores de la educación.
1 Los constructores del presente artículo conforman el equipo de investigación del proyecto “Alfabetización crítica en la cultura escolar”, adscrito a la División de Educología del Centro de Investigación y Docencia en educación (CIDE), Universidad Nacional (UNA), Heredia, Costa Rica.
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