N°22 / La psychologie politique en Amérique Latine Janvier 2013

Reflexiones sobre la igualdad entre hombres y mujeres en Francia

Roland Pfefferkorn

Résumé

La evolución de las relaciones entre hombres y mujeres en Francia presenta un carácter contradictorio. Estas relaciones están profundamente marcadas por una dialéctica de invariación y de cambio con al mismo tiempo :
1) permanencia de las relaciones desigualitarias tradicionales entre hombres y mujeres, a veces simplemente desplazadas o transformadas ;
2) transformaciones, a menudo considerables que en algunos casos han reducido sensiblemente las desigualdades entre hombres y mujeres, permitiendo a éstas de avanzar en la vía de su emancipación como sujetos a la vez personales y colectivos ;
3) y, finalmente, nuevas formas de desigualdades, nacidas precisamente del choque entre las desigualdades tradicionales que siguen existiendo y las transformaciones ocurridas, que han favorecido nuevas formas de sujeción. Sujeción mantenida o renovada en sus formas pero también autonomía creciente, tales son los dos polos conflictuales entre los cuales se inscribe temporalmente la existencia de las mujeres, con una amplia gama de matices entre ambos.
Estos elementos nos conducirán a insistir en el obstáculo principal en la vía hacia la igualdad : la perpetuación de la división desigualitaria del trabajo y de las funciones en la pareja y la familia, que sigue asignando prioritariamente las mujeres al universo doméstico.

The evolution of the relations between men and women in France presents a contradictory character. These relations are marked deeply by a dialectic of invariance and change, with at the same time :
1) permanence of the traditional uneven relations between men and women, sometimes simply moved or transformed ;
2) transformations, often considerable, which have in some cases reduced sensibly the inequalities between men and women, often allowing these to go on the way of their emancipation as personal and collective subjects ;
3) and, finally, new forms of inequalities, precisely born of the collision between traditional inequalities still existing and the transformations which occurred. Maintained or renewed dependence in their forms but also increasing autonomy, such are both conflictuals poles between which the existence of the women registers temporarily, with an ample range of shades between both.
These elements will lead us to insist on the main obstacle in the way towards equality wich still is the perpetuation of the uneven division of work and functions within the couple and the family, which still assigns primarely the women to the domestic universe.

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Introducción

En Francia la cuestión de la igualdad entre hombres y mujeres volvió al primer plano en el debate público a finales de los años noventa, con motivo de la polémica sobre la paridad y el igual acceso a la representación política. La igualdad de derecho, obtenida bastante tarde, era manifiestamente insuficiente para asegurar la igualdad de hecho en el acceso a los cargos electos. El debate sobre la paridad en la vida política permitió subrayar las desigualdades ya existentes o las nuevas de las que las mujeres siguen siendo generalmente víctimas, tanto en la escuela, en el trabajo o en otros ámbitos de la vida pública. Este debate permitió echar por tierra la idea ingenua de que la igualdad entre hombres y mujeres se alcanzaría a partir de ese momento o al menos se pondrían todos los medios para conseguirlo. Pero dicho debate fue llevado con cierta confusión, privilegiando con frecuencia una argumentación diferencialista (Pfefferkorn ; 2003).

La igualdad entre los sexos en cuestión

La igualdad entre los sexos (o los géneros) (Kergoat y Mathieu ; 2002)es a partir de entonces un principio ampliamente afirmado en el espacio público. Lo que no impide sin embargo al ministro de Justicia lamentar en el 2003 la composición de la nueva promoción de la Escuela Nacional de magistratura porque este año el 80 % de los admitidos al concurso fueron mujeres. Según él, esta situación “va a plantear problemas de organización en los tribunales”, a causa de “las problemas específicos que tienen las mujeres para conciliar la vida profesional con la vida personal”. Le preocupa además la parcialidad de las magistradas juzgando a los hombres (Perben ; 2003).

Lo que demuestra que las mentalidades siguen impregnadas de concepciones tradicionalmente sexistas, situando la afirmación de principio a favor de la igualdad de los sexos en un plano puramente retórico.

En el intervalo de una generación se han producido a pesar de todo cambios significativos en las relaciones entre hombres y mujeres. Sin embargo, estas relaciones siguen siendo desiguales globalmente : la igualdad formal proclamada enmascara mal las desigualdades reales que persisten. En el acceso a la formación y al empleo, en las formas de empleo y las posiciones ocupadas en la división social del trabajo, en las remuneraciones profesionales con idéntica formación, en el reparto de las tareas domésticas y de las funciones en la pareja y la familia, en las probabilidades de acceso a una posición social determinada, hombres y mujeres no van en el mismo barco.

Podemos comprobar esto también si reflexionamos sobre los estatutos concedidos respectivamente al cuerpo masculino y al femenino o sobre la manera en la que los hombres y las mujeres viven la vejez (Bhir y Pfefferkorn ; 2003). Por último la reciente ley de la “paridad” no se traduce por un acceso igualitario a los puestos de responsabilidad política : sigue habiendo pocas mujeres a la cabeza de los puestos ejecutivos de las ciudades o de las comunidades urbanas y la proporción de mujeres diputadas sigue siendo ridícula (12 %) desde que se adoptó dicha ley.

De la misma manera que entre las categorías sociales, estas desigualdades persistentes entre los sexos presentan un carácter sistémico y acumulativo (Bhir y Pfefferkorn ; 1999). Ellas se engendran y se refuerzan mutuamente, multiplicando las desventajas en detrimento de “ellas” y las condiciones favorables para “ellos”. Así, la persistencia de la desigual distribución del trabajo doméstico sigue creando obstáculos en cuanto a la actividad, la dedicación y la carrera profesional de las mujeres. Recíprocamente, las mayores dificultades con las que se encuentran algunas mujeres a la hora de encontrar o conservar un empleo, o un empleo “normal” (de duración ilimitada y jornada completa), que ofrezca posibilidades de realización personal y de promoción social, anima a algunas a no comprometerse profesionalmente y a replegarse al ámbito conyugal y familiar para hacerse cargo de la mayor parte del trabajo doméstico. Se ha favorecido esta última tendencia (en el caso de Francia) en la última mitad de los años noventa con algunas disposiciones de política familiar, en particular cuando las condiciones de trabajo y de remuneración de las mujeres son mediocres (Pfefferkorn ; 2002). Los proyectos anunciados en este tema, en la primavera del 2003 por el gobierno francés, si llegan a realizarse, acentuarían aún más esta tendencia.

El carácter sistémico de las desigualdades entre hombres y mujeres se sigue manifestando por su reproducción de generación en generación, aunque ha habido ciertamente algunas transformaciones notables. Es necesario aquí incriminar la impregnación de modelos sociales, modelos de socialización sexuada de los individuos, que conducen, por ejemplo, a las adolescentes y a las jóvenes a limitar algunas veces deliberadamente sus ambiciones escolares, y después profesionales, para hacerlas compatibles por adelantado con sus futuras tareas maternas y domésticas, interiorizando o apropiándose desde muy pronto del estatuto subordinado que sigue siendo el suyo.

Las relaciones desiguales entre los géneros atraviesan el conjunto de las esferas y de los aspectos de las sociedades contemporáneas. Sin embargo no son las únicas que la estructuran, en esto compiten con las relaciones sociales de generación y sobre todo con las relaciones de clase. Por esto, la desigualdad entre hombres y mujeres varía fuertemente según las edades y las diferentes categorías sociales. Los efectos de la dominación masculina se encuentran reforzados por los de la dominación de clase y viceversa para las mujeres de las categorías populares (obreras, empleadas, agricultoras).

Inversamente, cuanto más se asciende en la escala social más posibilidades tienen las mujeres de librarse de la dominación masculina, en particular recurriendo a las empleadas domésticas. Excepto sin duda en los medios de la alta burguesía donde se han mantenido las relaciones fuertemente tradicionales, encerrando a la mujer en el papel de esposa que secunda a su marido, que gestiona el universo doméstico, y se ocupa especialmente de mantener la red de sociabilidad que juega un papel relevante para conservar y mejorar la posición social adquirida (Pincon y Pincon-Charlot ; 2000).

Insistir en la persistencia masiva de relaciones sociales de sexo desiguales, no supone, desde luego, ignorar las notables transformaciones que han mejorado considerablemente la condición de las mujeres a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. Tenemos que hablar también de estas transformaciones, pero para subrayar su ambigüedad fundamental. La crítica y las transformaciones de las antiguas relaciones de dominación entre hombres y mujeres solo se han hecho parcialmente. Se ha acompañado además de un cierto número de efectos no deseados, que han provocado nuevas obligaciones, y nuevas formas de desigualdades cuyas víctimas siguen siendo las mujeres (Bhir y Pfefferkorn ; 2002).

Así, aunque las chicas obtienen mejores resultados que los chicos en la escuela, se encuentran sin embargo con menos frecuencia en las carreras más valoradas socialmente. Aunque las mujeres han sabido imponer su acceso al empleo asalariado, a pesar de los “treinta calamitosos” últimos años (en referencia -irónica- a la palabra muy difundida en Francia de “treinta gloriosos” que se refiere a los años 1945-1975), siguen sufriendo más la amenaza del paro y de la precariedad que los hombres, siguen estando obligadas con más frecuencia que ellos, a aceptar empleos a tiempo parcial, y también a ocupar posiciones subalternas en la división del trabajo, y en conjunto están peor retribuidas que sus colegas masculinos. Si las mujeres han sabido conquistar una cierta autonomía en el seno de las relaciones conyugales y familiares, esencialmente gracias a su acceso al empleo, es casi siempre a costa de una “doble jornada” en cuanto viven en pareja, ya que el trabajo doméstico sigue repartido de una manera muy desigual dentro de la pareja. Y cuando ésta se deshace, en la mayoría de los casos por iniciativa de las mujeres, siguen siendo ellas las más perjudicadas, especialmente porque la custodia de los hijos les es confiada casi sistemáticamente y de esto resulta su desvalorización relativa en el“mercado matrimonial”. Y por último, aunque las mujeres han empezado a entrar en la vida política, son aún muy pocas las que acceden a puestos de responsabilidad, a pesar de los avances parciales que ha supuesto la reciente ley de la paridad.

La feminización contradictoria de la sociedad francesa

Por eso, entendemos que la tesis de una “feminización de la sociedad francesa” o de una “feminización de las costumbres” que tuvo cierto éxito a lo largo de los últimos diez años, es falaz. Tesis que extrae los argumentos, de manera confusa, de la superioridad demográfica de las mujeres, del aumento del número de “familias monoparentales”, con mujeres educando solas a sus hijos, de la difusión entre los hombres de la preocupación, hasta entonces exclusivamente femenina, por la apariencia física, paralelamente al entusiasmo creciente de las mujeres por el deporte y el esfuerzo físico, a la moda de los productos light y de la nouvelle cuisine, etc. (Fischler ; 1993 : 7-29 y Louveau ; 1996 : 13-31). Sin embargo esta tesis omite señalar que la identidad femenina también se define desde ahora por dos rasgos clásicos de la identidad masculina : la posesión de un título y el ejercer un trabajo asalariado. En este sentido si queremos ser rigurosos, asistimos más bien a una masculinización de la sociedad, pues las mujeres se alinean de alguna manera a las normas sociales de identidad y de éxito que son tradicionalmente las de los hombres. Pero sobre todo, la desvalorización de lo masculino ante las críticas feministas y las conquistas femeninas, solo ha afectado a las formas más bastas y más espectaculares de la dominación masculina : el culto de la virilidad, el machismo, sin que los fundamentos de esta dominación, en la educación, en el trabajo, en el universo doméstico o en la esfera pública hayan sido quebrantados.

Este movimiento de desvalorización de las formas más bastas de la dominación masculina perjudicó sólo a los hombres y a las mujeres que pertenecían a las categorías populares, cuyas identidades sexuales tradicionales siguen siendo uno de los principales elementos de definición y de valorización. Por otra parte, si la figura del varón tradicional, con atributos físicos y sexuales marcados se devaluó, la no menos tradicional figura de la mujer en el hogar, por el contrario, se ha modernizado, bajo pretexto por ejemplo de asistencia al desarrollo psicológico o de ayuda al éxito académico de los hijos. La psicología, tal como se ha popularizado por un tipo determinado de revistas para mujeres, vino a justificar pseudo-científicamente la renovación de una de las formas más tradicionales de la dependencia femenina (Singly ; 1993 : 49-59). La llamada “feminización de la sociedad” no es finalmente más que una mampara detrás de la cual se ha producido una renovación, o incluso un fortalecimiento de los modos y formas de la dominación masculina.

La situación de las mujeres conoció por lo tanto transformaciones considerables y las relaciones entre hombres y mujeres se modificaron en parte. Este movimiento se desarrolló tímidamente a partir de 1960, de manera masiva después de mayo del 68, y por supuesto, había sido anticipado mucho antes. El movimiento feminista de los años 1969-1975 contribuyó a las movilizaciones individuales de las mujeres que aspiraban a mayor autonomía. La evolución no es lineal y el movimiento general positivo, oculta también retrocesos o estancamientos en tal o cual momento o incluso evoluciones más complejas, como en el caso de ciertos avances que han ido acompañados de efectos no deseados que han reforzado la opresión de las mujeres. El lugar de las mujeres en la sociedad francesa, y también generalmente en las sociedades europeas, parece por lo tanto y ante todo contradictorio y abierto a múltiples porvenires ya que los indiscutibles progresos realizados durante las décadas transcurridas siguen siendo frágiles e incompletos.

Es sobre este carácter contradictorio de la situación de las mujeres sobre lo que querría insistir :

1) permanencia de las relaciones desigualitarias tradicionales entre hombres y mujeres, algunas veces simplemente desplazadas o transformadas ;

2) transformaciones, a veces considerables que en algunos casos habrán reducido sensiblemente las diferencias entre hombres y mujeres, permitiendo a éstas de avanzar en la vía de su emancipación como sujetos a la vez personales y colectivos ;

3) nuevas formas de desigualdades, nacidas precisamente del choque entre las desigualdades tradicionales que siguen existiendo y las transformaciones ocurridas, que han favorecido nuevas formas de sujeción.

Las situaciones nacionales aparecen sin embargo muy contrastadas en Europa. En un polo tenemos países como Suecia, Dinamarca, Francia o Portugal que registran a la vez tasas de natalidad relativamente elevadas (tasas próximas al equilibrio de la población) y tasas de actividad femeninas que se acercan progresivamente a los niveles masculinos y que dejan de bajar hacia los 30-40 años ; en el otro polo tenemos países como Alemania, Holanda, Gran Bretaña, Italia o España que registran tasas de natalidad significativamente más escasas y que al mismo tiempo se caracterizan por una menor inserción profesional de las mujeres, y más frecuentemente a tiempo parcial.

El panorama de la situación que viven las mujeres en Francia es en definitiva más matizado que lo que podría parecer a primera vista. No es una perspectiva catastrofista, y tampoco excesivamente optimista. La situación se caracteriza por una dialéctica de invariación y de cambio que marca profundamente las relaciones entre hombres y mujeres. Tal dialéctica nos parece resultar, en primer lugar, de la dinámica social general. Pero estos cambios y estas permanencias son obra, también contradictoria, que resulta de la actividad de la gran mayoría de las mujeres. Contribuyendo al debilitamiento de las relaciones patriarcales, ellas han sabido reivindicar y conquistar una nueva autonomía, empuje general de la que las luchas feministas de los años 1970 no habrán sido más que una especie de vanguardia ; sin poder emanciparse no obstante completamente de estas relaciones ni controlar las nuevas tensiones nacidas de las transformaciones inducidas por sus propias reivindicaciones. Dialéctica que Jacques Commaille resumió bien en estos términos :

“Además de ser ‘conducidas’ por otros, por determinaciones estructurales, las mujeres desarrollan estrategias que son al mismo tiempo fuertes manifestaciones de autonomía con relación al riesgo que ellas corren constantemente de ser asignadas en el trabajo y en la familia, y combinación compleja entre voluntad de creación de su destino personal y social e inscripción más o menos controlada en lógicas socio-económicas y políticas” (Commaille ; 1993 : 15).

Sujeción mantenida o renovada en sus formas pero también autonomía creciente, tales son los dos polos conflictuales entre los cuales se inscribe temporalmente la existencia de las mujeres, con una amplia gama de matices entre ambos. Y, si la gran mayoría de las mujeres contribuyó indiscutiblemente a reforzar el segundo de estos polos, no es menos responsable del mantenimiento del primero. Destacar cuánto la pasividad de las dominadas puede convenir a los dominantes, no es declararse a favor de estos últimos, bien al contrario. La denunciación de la relación de dominación pasa también por la del “consentimiento” (Godelier ; 1982 y Bourdieu ; 2002), de la “servidumbre voluntaria” de la que siempre es una dimensión, la más difícil de explicar teóricamente como de combatir políticamente.

Pues la emancipación femenina sigue siendo una obra ampliamente inacabada, contrariamente a las consideraciones desbordantes, complacientemente retransmitidas por las gacetas, del ensayista y hombre de negocios Alain Minc para quien las feministas “dominadas de antes” pasarían a ser las “dominantes de ahora”. Y según el ejercerían incluso un tipo de terrorismo intelectual susceptible de amenazar el equilibrio demográfico de Francia (Minc ; 2003). El principal obstáculo al avance del movimiento hacia la emancipación de las mujeres sigue siendo la perpetuación de la división desigualitaria del trabajo y de las funciones en la pareja y la familia, que sigue asignando prioritariamente a las mujeres al universo doméstico. Es en el espacio doméstico, en efecto, donde situamos la matriz de las relaciones desigualitarias identificables también en otras partes. Lo que sucede en este espacio está en el origen de la autoreducción de numerosas jóvenes en sus ambiciones escolares y profesionales. Posteriormente, eso a veces obstaculiza su permanencia en el mercado laboral o más a menudo el ejercicio de carreras tan continuas y prestigiosas como las de los hombres, relegándolas a posiciones subalternas de la división social del trabajo o a formas de empleos “atípicas” (empleos precarios o empleos a tiempo parcial). Lo que sucede en el espacio doméstico es también responsable de la menor dedicación de las mujeres a la esfera pública, etc. Se mire del lado que se mire es siempre con este obstáculo con el que se choca en cuanto se buscan las razones de la perpetuación del estatuto de inferioridad de la mujer. Por otra parte, sintomáticamente, es también (más aún que la mixidad de la representación política) el aspecto de las relaciones hombres/mujeres que menos ha evolucionado a lo largo de las tres últimas décadas. Es ahí donde yace el núcleo duro de la dominación masculina contemporánea.

Combatir directamente este núcleo duro puede parecer especialmente difícil. Si es posible legislar directamente sobre la paridad en cuanto a la representación política, es por el contrario imposible legislar de manera similar sobre el reparto de las tareas domésticas. Por una parte, porque sería atentar contra la vida privada de los individuos y que toda nuestra civilización, al menos desde el Renacimiento y más aún desde el establecimiento de regímenes democráticos, incluye entre sus principios intocables la autonomía de la vida privada con relación a la vida pública, en calidad de garante de la libertad individual. Es decir, la desigualdad entre hombres y mujeres se genera hoy a la sombra de la vida privada, bajo pretexto de preservar la libertad de los individuos. Es lo que observa también Jean-Claude Kaufmann :

“La realidad es la de una revolución inacabada, de un bloqueo generado por la autonomía de lo privado. La tranquilidad conyugal, basada sobre acuerdos discretos que satisfacen a menudo a los protagonistas (masculinos y también femeninos), lleva a silenciar este obstáculo con el cual tropieza en adelante el movimiento hacia la igualdad” (Kaufmann ; 1995).

Chocamos así con una primera contradicción, la existente entre la aspiración a la igualdad entre los sexos y la reivindicación de libertad individual.

Por otra parte, y más básicamente, combatir las desigualdades persistentes en el universo conyugal y familiar, es trastocar las identidades sexuales actuales, tanto las femeninas como las masculinas. Hemos visto que estas identidades tal como se cristalizan aún masivamente en la sociedad contemporánea obstaculizan una evolución significativa hacia un reparto igualitario de las tareas domésticas y una nueva definición igualitaria de los estatutos dentro de este universo. Ahora bien, la identidad sexual de los individuos es un componente esencial de su identidad personal. Chocamos así con la segunda contradicción : la producida entre la igualdad de los sexos y la identidad de las personas. Instaurar nuevas identidades sexuales y personales exigiría nada menos que una revolución cultural en sentido amplio : es decir otras instituciones domésticas y políticas, otros modos de socialización de los individuos, un nuevo imaginario social, etc.

Por esto, en lugar de un ataque frontal contra este núcleo duro sería mejor desarrollar una serie de ataques laterales. En efecto, si esta “máquina” de generar y mantener la desigualdad entre los sexos que es el universo doméstico pudo en parte estar frenada durante las últimas décadas, es en la medida exacta en que las mujeres pudieron sustraerse a dicho universo, esencialmente por la prolongación de su escolaridad y por el acceso al trabajo asalariado. De ahí la importancia estratégica de todo lo que puede contribuir a arrancar más aún a las mujeres del dominio del universo conyugal y familiar. Es indispensable pues defender y desarrollar la escolarización de las chicas y el empleo de las mujeres ; y es necesario reforzar los efectos emancipadores favoreciendo su acceso al espacio público y su participación en la vida publica. Emile Durkheim, el fundador de la escuela de sociología francesa, comentando en 1901 en su revista l’Année sociologique, un libro recientemente publicado sobre “el problema de los sexos” (Lourbet ; 1900) ya había hecho la misma observación : “La igualdad de los dos sexos solo puede crecer si la mujer se junta con la vida exterior” (Durkheim ; 1980). En síntesis, se trata de exacerbar las contradicciones que definen hoy la condición femenina según estos tres ejes : la escolarización, acceder y mantenerse en el empleo (en particular, el asalariado) y tomar responsabilidades en la vida pública (Aubin y Gisserot ; 1994 y Bhir y Pfefferkorn ; 2003).

¿La igualdad perjudicaría las diferencias?

Nos queda por responder a un último problema. ¿Suponiendo que fuese posible, es deseable una completa igualdad entre hombres y mujeres ? Algunos lo dudan. Señalan que tal igualdad perjudicaría a las diferencias que existen entre los sexos ; al instaurar una igualdad perfecta de derecho y de hecho entre hombres y mujeres, se correría el riesgo de producir un mundo sino asexuado, al menos andrógino. En resumen, el igualitarismo pecaría de una voluntad de homogeneización reductora, perjudicial a las diferencias entre los sexos. Esta objeción presupone que existen diferencias irreducibles entre los sexos, incluso una manera de ser consustancial a los hombres y otra consustancial a las mujeres, una identidad masculina y una identidad femenina, las dos constituidas sobre el modo de esencias inmutables e intangibles, cuyo contenido no puede ser en definitiva sino natural. Y serían estas identidades precisamente las que a la vez fundarían y justificarían las desigualdades que existen entre los sexos. Nos encontramos en realidad aquí la base del discurso sexista más ordinario, aunque éste se presenta desde las formas más vulgares a las formas más académicas.

Sin querer detenernos aquí en el inagotable debate sobre lo que vincula y opone naturaleza y cultura, innato y adquirido, observamos para empezar que este discurso se basa en una confusión lógica que no deja de tener consecuencias políticas : la confusión entre diferencia y desigualdad. De la supuesta existencia de diferencias irreducibles entre los sexos, concluye con la necesidad y la legitimidad de desigualdades entre ellos ; mientras que la reivindicación de igualdad sería inversamente negadora a estas mismas diferencias. Ahora bien, la igualdad no se opone a la diferencia sino a la desigualdad ; mientras que contrariamente la diferencia no se opone a la igualdad sino a la identidad. Lo que este discurso es incapaz de concebir teóricamente es precisamente lo que tiene por función combatir políticamente : el establecimiento de la igualdad por encima y a pesar de posibles diferencias entre los sexos (Delphy ; 2001 : 243-260)

Al proponernos estudiar las relaciones sociales de sexo (o de género) en la sociedad francesa contemporánea, presuponíamos que las identidades de sexo, y por lo tanto sus diferencias, no son datos naturales y eternos sino construcciones sociales, culturales, en definitiva políticas ; así pues en cierto sentido, efectos de la jerarquía entre los sexos. El conjunto de nuestros análisis ha confirmado ampliamente este presupuesto. En esta misma medida, una perfecta igualdad entre hombres y mujeres supondría el replanteamiento de las identidades sexuales actuales, tales como fueron conformadas precisamente por esta jerarquía. Es que estas últimas son el producto, el resumen hasta cierto punto, de la experiencia ancestral de la dominación masculina y de las relaciones desigualitarias persistentes entre hombres y mujeres. Y constituyen por consiguiente, como hemos visto, obstáculos de importancia en el camino a la igualdad entre los sexos.

¿Debe decirse por eso que, en una sociedad donde reinara una perfecta igualdad de situación entre hombres y mujeres, se suprimiría toda diferencia entre ellos ? Encontramos en realidad aquí la cuestión de saber si, además de las relaciones desigualitarias que las han conformado profundamente hasta ahora, existen diferencias entre hombres y mujeres, que derivan más o menos directamente de sus particularidades anatómicas y fisiológicas, prolongando estas últimas al plano psicológico y socio-psicológico : ¿en su relación con el mundo, con los demás, con ellos/ellas mismos/as ? Reconocemos que no sabemos nada de esto. Y es por esta razón, entre otras, por lo que abogamos por la institución de una igualdad completa entre los sexos. Ya que si debieran existir diferencias irreducibles entre un modo de ser masculino y un modo de ser femenino, sólo y en definitiva estableciendo relaciones igualitarias entre hombres y mujeres podrían estos modos de ser expresar su originalidad propia y enriquecerse mutuamente. Es decir, lejos de reprimir posibles diferencias entre el ser masculino y el ser femenino, la igualdad entre los sexos sería la condición misma de su pleno desarrollo si es que las diferencias deben existir.

En cuanto a lo que podrían ser las identidades de sexo en un contexto de igualdad, somos por el momento incapaces de imaginarlo, ya que nuestra imaginación y nuestro imaginario siguen estando a este respecto muy marcados por la experiencia de desigualdades entre los sexos. Lo único cierto es que una supresión de la dominación masculina conduciría a una recomposición profunda de las identidades sexuales, sin que sea por el momento posible precisar el sentido general de esta recomposición.

Por otra parte, la contestación feminista y las transformaciones producidas en las relaciones sociales de género han hecho evolucionar las identidades sexuales. Lo más probable es sin embargo que tal abolición implicara una menor valorización de la identidad sexual de cada uno, una relativa neutralización de esta última (en el sentido en que el neutro es el género que supera la oposición del masculino y del femenino), sin que no obstante, toda diferencia entre los sexos se haya suprimido, por supuesto. Ya que la menor de las alienaciones que generan las relaciones de dominación entre los sexos no es, en efecto, asignar cada individuo a su sexo, proscribiéndole algunos comportamientos, papeles, y actitudes y prescribiéndole otros. La abolición de estas relaciones liberaría pues a cada uno de su asignación a una identidad de sexo alienante. La abolición de las relaciones de dominación entre hombres y mujeres y de la estrecha asignación de los individuos, que de ella se deriva, a unas identidades de sexo permitirá a cada uno componerse una identidad a su gusto, implicando una combinación original de características tradicionalmente identificadas como masculinas o femeninas (así como otros que deberían inventarse), desplazando por lo tanto las fronteras entre los géneros y modificando el contenido. Ya que una sociedad liberada de la dominación (de sexo y de clase) sería en primer lugar una sociedad en la cual cada individuo podría trabajar en su propia identidad personal y existencial como en una obra permanente y personal, modificándola y enriqueciéndola sin cesar, a merced de sus actividades y sus relaciones, lejos de toda inscripción en cualquier modelo reductor.

Aubin, Claire y Gisserot, Hélène. Les femmes en France : 1985-1995, Rapport établi par la France en vue de la quatrième Conférence mondiale sur les femmes. La Documentation Française ; Paris, 1994.

Bhir, Alain y Pfefferkorn, Roland. Elles vivent longtemps, avec moins de revenus, Manières de voir - Le Monde diplomatique, n° 68, Femmes rebelles, avril-mai ; 2003.

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Bourdeau, Pierre. Nouvelles réflexions sur la domination masculine, séminaire du GEDISST du 14 juin, texto publicado en los Cahiers du genre, n° 33, IRESCO-CNRS, 2002. ; 1994.

Commaille, Jacques. Les stratégies des femmes. Travail, famille et politique, La Découverte ; Paris, 1993.

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Fischler, Claud. Une ‘féminisation’ des moeurs ?. Esprit, novembre ; 1993.

Godelier, Maurice. La production des grands hommes, Fayard ; Paris, 1982.

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