Introducción. El análisis de una coyuntura electoral
Como quiera que se defina, la transición política en México se enmarca, por un lado, en la transición a la democracia (o desde gobiernos autoritarios) en su versión latinoamericana y, por otro, en lo que se ha celebrado desde la década de los setenta del siglo pasado como el triunfo del liberalismo como ideología política (la tercera ola). Sin embargo, es bastante obvio que cada caso nacional dentro de estos procesos conceptualizados a nivel global tiene especificidades y, en el caso de México, el análisis requiere de consideraciones que permitan conciliar las definiciones con una situación sui generis.
Todo análisis de una coyuntura exige explicitar, hasta donde sea posible, la visión teórica estructural que lo orienta. Esto es, la definición de lo que está en juego, lo que puede variar, lo que no parece poder ser cambiado, los campos de fuerzas en donde se decidirá el resultado y los actores y sus intereses explícitos o imputados, especificando este atributo en cada caso.
Uno de los hechos más notables de los últimos procesos electorales realizados en México es la aparición de campañas que llaman a no votar, votar en blanco o a anular el voto. Estas formas de expresión se dirigen, como objetivo, a cuestionar la legitimidad de los procesos. Sin embargo, hay que considerar que el significado de los resultados de estas campañas, es decir los votos nulos, blancos y la abstención, no son directa ni claramente imputables a los llamados en cualquiera de esos sentidos. Es necesario analizar las condiciones en que estas expresiones aparecen y el atribuirles un sentido requiere de una contextualización que implica ubicar cada coyuntura electoral en un marco tanto teórico como histórico. No se puede tomar como explicación del fenómeno simplemente lo que los actores involucrados (a favor o en contra) dicen. Además, ésta, como muchas otras expresiones de insatisfacción con los regímenes políticos democráticos, no es específicamente mexicana. Es necesario describir, en distintos niveles, las condiciones que determinarán el desarrollo del proceso electoral de 2012, tanto las campañas como la elección misma.
Una visión del sistema político como compuesto por tres subsistemas, que así como pueden ser analizados separadamente y en sí mismos requieren de un análisis de las conexiones entre ellos, puede servir para examinar lo que ocurre en algunos procesos políticos concretos como el que nos proponemos esquematizar aquí. Los tres subsistemas son el sistema de gobierno, el sistema de partidos políticos y el sistema electoral. En cada situación particular, la dinámica del proceso puede ubicarse preeminentemente en uno de los tres y tener consecuencias en los otros dos, todo lo cual debe ser explicitado y examinado cuidadosamente.
La significación más inmediata de esta elección
La atención de los medios de comunicación hace de la próxima elección presidencial el tema central de la vida política nacional. Incluso los temas que han ocupado la agenda con mayor prominencia (como el de la seguridad) se ven relativizados por el cambio de presidente que deberá ocurrir en un año. Las características de las campañas aparecen entonces como un buen punto de observación del estado del proceso general de cambio político que viene ocurriendo en las últimas décadas así como de la estructura más profunda del sistema político nacional.
Es necesario tener en cuenta que las últimas elecciones presidenciales han sido puntos de inflexión en dicho proceso y que cada una marcó una situación en la que, por diferentes razones, se despertaron expectativas y generaron estados de ánimo que afectaron a varios grupos de la población. En particular, los actores políticos, individuales y colectivos, y los segmentos de opinión a los que se dirige principalmente la prensa escrita, fundamentalmente de clase media.
Por sus notas sobresalientes, cada elección quedó marcada en la memoria colectiva como un resultado legal y, al mismo tiempo, dudas y sospechas incontrastables o al menos no contrastadas suficientemente como para constituir evidencia en algún sentido. Así, la elección de 1988, que llevó a la presidencia a Carlos Salinas de Gortari, quedó marcada por la sospecha de fraude escondida tras la “caída del sistema de cómputo”, a cargo y responsabilidad e la Secretaría de Gobernación, es decir, todavía la elección era organizada por el gobierno. La elección de 1994 estuvo marcada tanto por la aparición del movimiento zapatista en Chiapas como por el asesinato del candidato oficial, Luis Donaldo Colosio, y su reemplazo por Ernesto Zedillo. El gran cambio estuvo encarnado en la elección del año 2000, en que las esperanzas en la transición se expresaron en el consenso negativo para sacar al partido oficial, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) de la residencia presidencial (Los Pinos).
Producido el cambio de partido en la presidencia de la república, tras la frustración inevitable de quienes cifraban sus anhelos de cambio en la magia de la alternancia en la cima del poder, la elección de 2006 parecía ofrecer una oportunidad a un gobierno de signo contrario, en una lógica de búsqueda pendular, pasando de un gobierno de derecha a uno de izquierda, pero el partido en el poder ganó la elección por un estrecho margen. Este resultado desató una movilización inusual y, si bien el candidato ganador asumió la presidencia de la república, el candidato derrotado nunca ha aceptado la legitimidad el presidente en funciones.
Los reclamos de las fuerzas de apoyo al perdedor dieron lugar a investigaciones, las cuales nunca incluyeron la solicitud del candidato derrotado de recontar la totalidad de los votos, pero que dejaron evidencias e interpretaciones que podrían fundamentar, si no un resultado distinto, al menos una eventual anulación de todo el proceso. Un elemento fundamental de la legitimidad de una elección es que el perdedor acepte su derrota. El conflicto post electoral de 2006 no alcanzó a provocar hechos de violencia pero su carácter masivo generó temores y, particularmente molestia en las clases medias y altas debido a la disrupción de la vida cotidiana que significó el bloqueo de vías de comunicación importantes en la ciudad capital por casi dos meses.
Entre las muchas quejas del candidato perdedor estaba la campaña negativa que lo caracterizaba como “un peligro para México” y que incluyó tiempo de transmisión pagado por organismos del sector privado. La manera de prevenir la repetición de un conflicto de este tipo fue reformar, una vez más, la legislación que norma los procesos electorales Hoy hay normas respecto de los calendarios de precampaña y campaña y esto afecta principalmente a la cantidad de tiempo disponible en los medios de comunicación de masas, principalmente los electrónicos (radio y televisión) del que podrán disponer los partidos. La disposición más importante a este respecto es la prohibición absoluta de comprar tiempo de transmisión con el fin de hacer propaganda política. Los partidos y candidatos tendrán a su disposición cuotas de tiempo de transmisión otorgadas por el Instituto Federal Electoral como “prerrogativa” dentro del tiempo reservado al Estado por ley por todos los medios. Este aspecto de la ley electoral (al cual habrá que referirse más adelante) conforma lo que algunos denominan un “modelo de comunicación política” y es quizás el aspecto más cuestionado de las reformas legales que se llevaron a cabo como reacción al conflicto post electoral de 2006.
El temor a la violencia
En el caso de México se puede afirmar que la utopía promovida por amplias formas de expresión ideológica es el cambio sin ruptura. Si bien esto es una aspiración universal, en México hoy esto parece urgente dado que los actuales niveles de violencia resultan alarmantes. Sin embargo, la posibilidad de un conflicto social que rebase los límites del sistema político, ha estado presente en la conciencia y las declaraciones de políticos e intelectuales desde hace más de un sexenio. El temor a la violencia no procede sólo del temor a que las estructuras del sistema político no sean suficientes para contener y canalizar demandas sociales. Esta preocupación respondería más bien a aquellas que expresaba la “Comisión Trilateral” de los años setenta, que veía en las demandas sociales crecientes una amenaza a la “gobernabilidad”, término que al hacer fortuna y adquirir por tanto amplio uso en el lenguaje especializado así como en el de los medios de comunicación se fue desdibujando hasta requerir especificaciones de uso dada su ambigüedad.
En los recuentos del proceso de cambio político, muchos ubican el punto de partida en la represión ejercida por el gobierno de Díaz Ordaz contra el movimiento masivo de 1968. Sin profundizar en el análisis, se puede decir que una expresión de violencia que se busca evitar es la represión por parte de los aparatos del estado. Este es un punto importante debido a que si bien los niveles y formas de represión no son fáciles de observar y juzgar en cualquier sistema, en México es notable una cierta tolerancia con las expresiones de demandas de distinto tipo que recurren a las movilizaciones callejeras, particularmente en la Ciudad de México, a veces de muy poca concurrencia. En general éstas no generan enfrentamientos como aquellos que los noticieros internacionales han mostrado en el caso de los estudiantes chilenos. No se usa carros lanza agua o gases lacrimógenos. Los hechos de represión masiva son aislados, y más frecuentes en los estados que en el distrito federal, como el de San Salvador Atenco en el Estado de México y, más recientemente en el Estado de Guerrero.
La tolerancia que se muestra hacia las movilizaciones callejeras tiene explicaciones variadas, pero quizás la fundamental es que los movimientos sociales que promueven estos actos tienden a estar patrocinados o, al menos, conectados con actores político – partidarios. Cuando se reprime un movimiento (como ocurrió recientemente con una manifestación de los pilotos de la línea aérea en quiebra Mexicana de Aviación) se preguntan los analistas inmediatamente por las implicaciones políticas de la decisión de reprimir.
Habrá que distinguir, por lo tanto, al menos tres tipos de violencia, que suelen confundirse en un discurso político que expresa temor o condena a la violencia genéricamente: primero, la represión de movimientos sociales, especialmente rurales, de campesinos y/o indígenas, que suelen quedar aislados en los estados donde ocurren y que recientemente se han conectado a otros movimientos, como los zapatistas ya mencionados, lo que les da otra significación y mayor resonancia; la violencia ejercida por grupos de las élites políticas, local o nacional, que puede llegar al magnicidio o el asesinato de figuras políticas, que suelen resolverse, cuando esto ocurre, con la condena de los hechores materiales, quedando siempre sin resolver el trasfondo político conspirativo (alimento seguro del mundo de los rumores “bien informados o de buena fuente”); tercero, la actual lucha violenta entre bandas del crimen organizado y las fuerzas del estado, policías de todo nivel y fuerzas armadas, por una parte, los enfrentamientos entre bandas criminales, por otra y, finalmente, entre bandas criminales y grupos sociales, de nuevo campesinos y/o indígenas, por el dominio y control de las tierras de estos últimos. Además, muchos de estos enfrentamientos producen víctimas no involucradas en ellos.
Un elemento definitorio es la formación de un ánimo colectivo es la criminalidad corriente, que ha alcanzado a sectores visibles de las clases medias y altas, particularmente los secuestros y extorsiones, dejando en evidencia la inoperancia de los aparatos policiales, los cuales, además, se han demostrados infiltrados por las bandas del crimen organizado cuando se ha tratado de enfrentar a estas últimas movilizando a las fuerzas armadas (ejército y marina). Esto último, el aumento de la criminalidad y la evidencia de la impunidad como consecuencia característica del funcionamiento defectuoso de todo el aparato de represión y justicia han generado en los años recientes la aparición de individuos y movimientos que se definen a sí mismos como “sociedad civil”. En esto son prominentes algunas víctimas de crímenes que han quedado en general impunes.
Todo esto hace necesario distinguir a qué se refiere el rechazo y el temor a la violencia que cada actor social o político expresa. En la práctica todo contribuye a la formación de un ambiente que propicia propuestas de muy distinto tipo cuando se llega al terreno de la política, que es donde encuentran resolución, cuando la hay, los problemas sociales que se presentan con carácter crítico.
La legislación electoral como catalizador de los cambios
La dinámica del proceso político de la actual transición en México ha estado centrada sin duda en los cambios en el sistema electoral. Primero fue la separación del gobierno del control de la organización de las elecciones. Su culminación fue el establecimiento de un organismo “ciudadano” autónomo (independiente del gobierno) que organiza y califica las elecciones, el Instituto Federal Electoral (IFE). Esto sin perjuicio de cambios paulatinos en la composición del poder legislativo que desde la década del setenta buscaban ampliar la participación de partidos políticos no subordinados al partido del estado, síntesis que definía la combinación que mejor caracterizaba al régimen anterior.
La instauración de un sistema de representación dual, una parte de mayoría simple y otra de representación proporcional, permitió la presencia en las cámaras de fuerzas políticas que representan un cambio indudable, pero que no son del todo nuevas. El sistema de partidos políticos pasó a ser la pieza fundamental del sistema, pero su significación y limitaciones deberán ser planteadas más adelante.
La década de los noventa fue decisiva para los cambios, que incluyeron una redistritación y que resultaron en la pérdida, primero de la mayoría calificada y más tarde, en 1997, de la mayoría absoluta, en la Cámara de Diputados por parte del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Sin embargo, la preocupación de las élites política e intelectual por la velocidad y profundidad de los cambios ya se había expresado antes. La primera expresión de esta preocupación transversal en el espectro político e ideológico fue la constitución del autodenominado “Grupo San Ángel”, en vísperas de la elección de 1994 y con posterioridad al asesinato del candidato oficial Luis Donaldo Colosio. El temor expresado en la frase “choque de trenes” hacia lo cual se habría estado enfilando el sistema político no tenía aparentemente que ver con violencia social sino con mantener en canales pacíficos los conflictos de intereses dentro de la élite intelectual y política. Esto puede ser interpretado como un síntoma de resistencia al cambio por los riesgos que genera la incertidumbre acerca de los resultados de las elecciones.
La elección de 2000 se polarizó en términos de cambio o continuidad, sin realmente definir el contenido de los cambios. La retórica del candidato Fox daba lugar a que quien tuviera una queja cultivara una esperanza. La suma se resolvió en el consenso negativo, “expulsar al PRI de Los Pinos”, y la definición del “voto útil” como instrumento. La consecuencia fue el tranfuguismo político en la élite, que ya se ha instalado como una característica del sistema.
Los hechos ya referidos que rodearon la elección de 2006 pesaron en la formulación de reformas a la legislación lectoral vigente y que a partir de 2007 rige los procesos electorales en el país. Estas reformas no reunieron consenso y son motivo de cuestionamientos desde su origen, han encontrado problemas en su aplicación y, aparentemente, presagian que de cualquier manera, lo más probable es que el resultado de la próxima elección sea impugnado y deba ser resuelto en los tribunales especiales constituidos exclusivamente para resolver en materia electoral. Esto puede ser un indicador de que el propósito de estabilizar el sistema electoral luego de un episodio que amenaza con rebasarlo no ha sido tan exitoso como pudieran haberlo deseado quienes diseñaron, propusieron, acordaron y aprobaron las reformas. En esto hay que considerar imágenes de lo que ha ocurrido y de lo que puede ocurrir, puesto que se trata de definiciones de la situación que producen reacciones que son reales (no sólo imágenes).
La imagen más difundida de la situación tal como está estructurada es la de un gremio de políticos irresponsables que monopolizan los cargos de elección popular y legislan sólo en función de sus intereses como grupo. Esto ha sido propuesto por grupos de intelectuales, particularmente los que se expresas a través de columnas de opinión en la prensa escrita, los periodistas profesionales que conviven con ellos en los mismos espacios de publicación.
Como toda opinión, hay una base de realidad que hay que considerar. La crítica más frecuente está dirigida a la lentitud de los procesos legislativos, los cuales se ven entorpecidos por la desaparición de las mayorías automáticas con las qe contaba el PRI hasta la década de os noventa del siglo pasado. Sin embargo, esta lentitud, que puede llegar a la parálisis, no es una consecuencia ni automática ni necesaria del pluralismo en la composición de las cámaras. Por una parte puede ser atribuida a la inexperiencia relativa en los procesos de negociación y a la seguridad de contar con la continuidad de los partidos en el poder legislativo.
Los partidos políticos son los únicos autorizados para registrar candidatos a los puestos de elección popular. Esto le garantiza un monopolio, que ha sido desafiado desde el punto de vista de los derechos de los ciudadanos individuales y que se ha llevado hasta cortes internacionales de derechos humanos. La legislación electoral garantiza el financiamiento público de los partidos políticos y de las campañas electorales y, como se ha mencionado antes, garantiza acceso proporcional a los medios de comunicación, especialmente los electrónicos, a través de la prerrogativa a este respecto administrada por el Instituto Federal Electoral que, además prohíbe la compra de espacios en esos medios por parte de cualquier organización o individuo.
Además, tras la experiencia de 2006, con clara referencia a ella, la legislación electoral prohíbe las “campañas negativas” (o campañas negras o guerras de lodo o como se las quiera llamar). Los tiempos de campaña y precampaña quedan también definidos por el IFE de acuerdo a la ley. Las precampañas son las internas de los partidos en las que definen sus candidatos definitivos. Toda esta nueva legislación se aplicará por primera vez en una elección presidencial en 2012, con las consecuentes y previsibles críticas y cuestionamientos.
Al momento de iniciarse el período definido legalmente como precampaña, dos de las fuerza principales que competirán en la elección ya tienen definido un solo “precandidato” que muy probablemente será, en definitiva su candidato. La tercera fuerza, el partido en el gobierno en este momento no ha podido generar un acuerdo que convoque un apoyo suficientemente amplio como para definir su candidato.
Esto no parecería importante si se trata sólo de “precampaña”. Sin embargo, aparecer retrasado con respecto a los otros dos contendientes parece una desventaja.
Los partidos políticos y los profesionales de la política
El sistema político dominado por el PRI nunca fue de partido único. Siempre existieron pequeños partidos que subsistían como aliados menores o críticos tolerados. La cultura política generada en esas condiciones requeriría de un estudio muy cuidadoso debido a que estaba determinada por el manejo del poder y la administración de la legitimidad. Con distintos grados de violencia represiva o de cuestionamientos, las elecciones se realizaban en México con regularidad y un principio rector, lema de la administración pública en todas sus comunicaciones era “sufragio efectivo, no reelección”. El partido dominante articulaba intereses de grupos de élite, económicos y políticos, sectoriales y regionales, y se conectaba con las fuerzas sociales encuadradas corporativamente dentro de los denominados “sectores” del partido.
En esto, el sistema político mexicano realizaba la alianza social desarrollista que caracterizó a la América Latina en la post guerra de una manera original, que lo diferenciaba en gran medida de los grandes “movimientos” populistas de los otros dos países más grandes de la región, Argentina y Brasil. Sin embargo, hay que decir que los tres seguían un modelo industrializador, nacional integrador.
El agotamiento del modelo se manifestó políticamente en 1968 (al igual que en todo el mundo, tanto socialista como capitalista) pero ese movimiento hacia la izquierda fue seguido por un abandono del modelo por parte de los representantes del poder económico, los cuales también participaban en forma corporativa pero no a través del partido sino en organizaciones empresariales y patronales vinculadas al gobierno. La crisis del modelo económico se manifestó primero en el abandono de la política monetaria, que había tenido una notable estabilidad, y en la aparición de organismos empresariales independientes del gobierno. Tomó años el que estas expresiones se acercaran al Partido Acción Nacional (PAN), el cual sufrió transformaciones importantes para llegar a ser, de un partido ideológico, más bien testimonial, un contendiente serio por el poder.
En el otro lado del espectro, la izquierda marginal, extraparlamentaria y también testimonial, fue incorporada a través de una alianza con sectores críticos del mismo partido oficial que, distanciándose paulatinamente terminaron por constituir un partido de gran heterogeneidad interna, el Partido de la Revolución Democrática (PRD). Entre los líderes de este partido se encuentran antiguos cuadros del partido oficial así como ex miembros del extinto Partido Comunista y de otras agrupaciones de izquierda, castristas, trotskistas, etc.
Los liderazgos personalistas todavía predominan, en general. Hay figuras nacionales de significación política, así como otras figuras que buscan legitimarse a través de la participación en política y en el periodismo. En todo el espectro es posible encontrar personalidades que han ocupado puestos políticos, tanto de elección popular como de designación, representando a partidos de todas las orientaciones. Hay políticos a los que se le puede contar hasta cuatro afiliaciones partidarias sucesivas. Esto es lo que en España se designa como transfuguismo. En México no se puede decir que sea bien visto pero tampoco es descalificatorio por sí mismo. La crítica más académica, o expresada por intelectuales de clase media, hace mayor caudal de esto que los comentaristas periodistas profesionales.
Como característica del político profesional, el transfuguismo es aceptado por una visión cínica, que no deja de ser ambivalente respecto de la política como actividad, o condenado por una visión principista o moralista. Sin embargo, quien quiera hacer juicio acerca de estas particularidades tendrá que ahondar en el desarrollo de todo el proceso.
En general, en México se observa un distanciamiento entre las demandas sociales y las preocupaciones de la élite política. Lo propio de este caso es que la sociedad aparece fragmentada hasta una cierta atomización. Durante las transformaciones de la segunda mitad del siglo pasado, que culminaron con la caída del muro de Berlín y la desaparición del socialismo real en casi todas sus variedades, los modelos ideológicos y organizativos de la acción política cambiaron radicalmente. La pérdida fundamental desde mi punto de vista fue la función educativa y formadora que ejercían los partidos políticos, la cual se ejercía desde el periodismo político-partidario a través de la prensa escrita del partido. La producción, distribución y consumo de la información contenida en la prensa partidaria, no sólo la subversiva, dotaba de argumentos al militante para defender su causa, exigía al líder ser un intelectual capaz de proveer razonamientos y proposiciones de acción articuladas. Los medios electrónicos, sin exagerar demasiado, crearon un océano entre la base y los dirigentes y lo rellenaron con imágenes que redujeron la política al mercadeo electoral y a los líderes a personajes equivalentes (y a menudo mezclados) con los personajes de la farándula. Se puede decir que una sociedad cada vez más compleja generó una política cada vez más simple. El ciudadano reducido a elector consumidor y las propuestas políticas encapsuladas en frases publicitarias vacías de contenido real.
Es comprensible entonces que, en la situación de México, la legislación electoral haya dejado casi sin supervisión a los partidos, a los cuales de les exige cumplir una buena cantidad de requisitos formales en lo programático y registrar una composición de miembros considerablemente numerosa y distribuida en todo el país pero, en cuanto a su funcionamiento interno tengan un grado de indefinición de reglas que hace que algunas decisiones sean objetadas en el aparato judicial electoral o bien otras sean delegadas, formal o informalmente, a los medios de comunicación y a las empresas medidoras de opinión pública.
En un comienzo el rebasamiento del sistema como amenaza es atribuido exclusivamente al líder de una izquierda que aparece fragmentada pero que se unifica (o se coagula) ante la perspectiva de una elección crucial como la que viene. La construcción de una nueva imagen de Andrés Manuel López obrador tiene que remontar las características, tanto atribuidas como asumidas, durante la elección anterior y el conflicto post electoral. Sin embargo, hay algo que puede capitalizar en su favor: su condición de ajeno al sistema (en sentido amplio “the establishment”) lo cual es disputados por sus críticos que enfatizan su formación temprana dentro del partido oficial del “antiguo régimen”.
El escenario en el punto de partida de las campañas
En realidad las campañas que están por empezar y que deberán sujetarse a la legislación son las que se realicen a través de los medios electrónicos en los tiempos prescritos por la ley.
El carácter que vaya a asumir la elección presidencial de 2012 es motivo de inquietud, esperanzas y temores distintos para diferentes partes de la sociedad mexicana. Es importante establecer el carácter parcial de estas preocupaciones debido a que sólo parte de lo que ocurra y sus resultados será el producto del grado de movilización y participación de la población en las campañas previas y en el proceso electoral mismo. Esto quiere decir que las acciones posibles se enmarcan en una estructura que no define de antemano el resultado de la elección, elemento de incertidumbre fundamental para garantizar el carácter democrático del proceso en su conjunto, pero que no basta por sí mismo. Sin embargo, hay que anotar que el hecho de que el resultado de la elección presidencial no esté definido antes de que éstas tengan lugar, es quizás el mayor logro del proceso de democratización mexicano. La alternancia es un resultado de esta incertidumbre. Las opciones que se propongan y su significado estarán acotadas por esa estructura que es un resultado histórico de la evolución del sistema político.
En la situación actual, los niveles de violencia observables plantean un problema político al poner en cuestión la capacidad de los gobiernos, tanto a nivel federal como estatales, para garantizar la seguridad de la población y sus bienes. Sin embargo, un punto de discusión es el umbral en el cual problema se vuelve político en un sentido más profundo: lo que está en cuestión es la capacidad del estado para mantener el monopolio del uso legítimo de la fuerza en el territorio (parte de lo que implica el hablar de “estado fallido”). La primera demanda es, automáticamente, que funcionen las instituciones encargadas de aplicar la ley. El problema ideológico-político que surge inmediatamente es el de establecer el límite en que se pasa de la inoperancia de las instituciones a su descalificación, la desaparición de su legitimidad, y su desaparición efectiva y su reemplazo por un poder alternativo, de facto, o fáctico como se dice ahora.
En 2006, el rebasamiento del sistema como amenaza era atribuido exclusivamente al líder de una izquierda que hoy aparece fragmentada pero que se unifica (o se coagula) ante la perspectiva de una elección crucial como la que viene. En este punto Andrés Manuel López Obrador enfrenta una tarea de construcción y modificación de imagen, que todos los candidatos deberán realizar, pero que en su caso implica remontar las características, tanto imputadas por sus detractores como asumidas por él mismo, durante la campaña de 2006 y durante el conflicto post electoral liderado por él. Sin embargo, hay algo de todo eso que puede tratar de reivindicar, su condición de ajeno al sistema en sentido general (“the establishment”) en la medida que no ha ocupado cargo formal alguno, ni de elección ni de designación, en lo últimos seis años. Esta fue la imagen que logró proyectar en 2006. Hoy no parece, por las primeras declaraciones que ha hecho, dispuesto a insistir en ese tipo de radicalismo declaratorio.
Qué tan reales eran las amenazas percibidas es algo difícil de evaluar pero, la imagen que cada actor proyecta de la situación anterior ayuda a comprender sus cursos probables de acción en la nueva situación. Todos los candidatos deberán construir una imagen que los desmarque de la situación actual, de la responsabilidad por los problemas que figuran en todos los diagnósticos (pobreza, desempleo, inseguridad, corrupción, impunidad, etc.). Ya dos precandidatos del PAN han intercambiado acusaciones a ese respecto y los comentarios indican que no insistirán en esos temas. El que resulte en definitiva candidato oficial tendrá que definir finamente su vinculación/desvinculación con la administración que termina. No hay que olvidar que esta es una cuestión de imagen en un contexto de consenso explícito acerca de lo conveniente de profundizar un proceso de cambio que no tiene destino muy preciso.
El candidato del PRI, Enrique Peña Nieto, está en un equilibrio difícil entre una imagen juvenil, dinámica y la reivindicación de la experiencia de gobierno y administración de su partido, que ahora hay que presentar como democrático y renovado.
La relevancia de la observación de este proceso para el conocimiento
La observación de este proceso y las características que vaya asumiendo puede ser reveladora de esa estructura y constituir una buena oportunidad para generar una contribución al conocimiento tanto del sistema político mexicano y su proceso de democratización, así como al conocimiento de los procesos de democratización en general.
Las posibilidades de que ocurran eventos trascendentes están asociadas a las expectativas que diversos actores políticos están tratando de difundir entre la población. En este punto se establece el supuesto que los afectados por este proceso no se limitarán a los que participen como electores. Sin embargo, también podemos suponer que el resultado de estos posibles eventos no será nada planeado por alguno de los actores relevantes. Esto se debe a que el carácter de enfrentamiento de las campañas está limitado por reglas (aún con grados variables y también imprevisibles de cumplimiento) y por los intereses de los participantes que, si bien se pueden atribuir a cada actor, son también negociables - entre ellos - dependiendo de la cambiante apreciación de las correlaciones de fuerzas.
Es importante examinar el proceso político mexicano como una experiencia de democratización. Como tal es un proceso inacabado, en el que no parece haber una estación de llegada predefinida, puesto que la democracia parece ser, en general, más una cuestión de grado y matices que de naturaleza absoluta. Sólo cuando desaparece, la situación es clara y nítida.
Lo que parece ser el centro de la crítica y la frustración con el proceso de democratización actual es la separación observable entre la sociedad, sus actores, sus problemas y sus demandas formuladas o atribuidas de alguna manera, y lo que ocurre en la esfera política donde los actores, individuales y colectivos, parecen motivados por intereses propios más que por principios que guíen la formulación de propuestas programáticas. Pero esto es una característica exclusiva de México. Lo propio del caso es cómo se procesa.
Por otra parte el proceso de democratización aparece asociado al cambio de un modelo de desarrollo nacional que aparecía criticado o incluso repudiado por distintas razones desde la derecha y la izquierda del espectro político - ideológico. Esto generó una situación de consenso negativo que condujo al cambio más importante, hasta aquí, del proceso: la elección presidencial de 2000.
Las características salientes del proceso político a partir de ahí generan las críticas e insatisfacciones expresadas por actores, observadores opinantes y analistas. La más importante es la independencia en los hechos, en la acción, de “los políticos” en general respecto de la sociedad. Esto se muestra en, por ejemplo, el transfuguismo, (políticos de origen priista que han pasado hasta por cuatro organizaciones en menos de veinte años y que no parecen registrar este hecho como un cuestionamiento a su coherencia intelectual o de valores). Segundo ejemplo, las alianzas sobre la base de consensos negativos (que a veces produce sorprendentes candidaturas de origen enraizado en el sistema repudiado anteriormente). Tercero, la incapacidad de producir legislación reformista dentro de una dirección programática clara, etc., todo lo cual tiene la marca del origen del proceso: la ambigüedad ideológica. La primera tarea de un análisis que busque poner en perspectiva histórica estas quejas debe partir de preguntas acerca de rasgos que permanecen y cambios observables en el sistema político y en la estructura social. Esto exige una definición de aquellos aspectos del sistema más rechazados, los consensos que generaron el impulso original hacia el cambio, y una evaluación en términos teóricos e históricos.
Si tomamos como eje la relación del sistema político y la sociedad, habrá que caracterizar ésta en el “antiguo régimen”. Está clara una división del trabajo entre el aparato de gobierno y un partido dominante, casi monopólico por períodos, donde los sectores empresariales y de trabajadores eran subordinados a una organización que los “representaba” forzosamente. Las relaciones entre poder económico y poder político generaron un sistema de contactos donde todo era posible a partir de normas, si no ad hoc al menos suficientemente contradictorias y ambiguas como para justificar casuísticamente las demandas de los sectores corporativizados, empresariales y sindicalizados.
Esta combinación de organización corporativa de intereses y particularización de decisiones a través de relaciones de clientela es coherente con una forma perversa de privatización de la función pública, el patrimonialismo, con lo cual se crea la intrincada red de relaciones donde transcurre el acuerdo entre poder económico y poder político. Las carreras individuales dentro del mundo político quedan así sujetas a una forma de “realismo” político que produce un tipo de personalidad que no ha sido estudiado como tal sino caricaturizado en un folklore cínico o condenado moralmente, sin considerar las raíces estructurales del fenómeno, lo cual conduce a un ciclo de personalización de las esperanzas (por parte de los electores) con las consiguientes frustraciones. Esto representa un verdadero blindaje del sistema, ya que permite que se renueven las esperanzas de los votantes en cada elección. De ahí la importancia de la imagen de un candidato ajeno al sistema y providencial. Es la magia que han logrado algunos líderes como Fox y Cárdenas en el 2000.
Hay consenso en ubicar el comienzo de las transformaciones de las reglas del juego político en la década de los setentas del siglo pasado, tanto como necesidad de relegitimación del sistema después de la represión de 1968 como de la ausencia de competidor con que el candidato oficial fue elegido en 1976. Sin embargo, algunas interpretaciones de los procesos de cambio generados en ese tiempo se limitan a observar movimientos entre las élites y los modelos ideológicos con los que éstas se identifican o por los cuales son caracterizadas. Los cambios más directamente vinculados con la democratización, si bien comienzan en los setentas con las reformas al sistema electoral, se aceleraron en la década siguiente, una vez que el cambio del modelo de desarrollo económico había sido impuesto con los recursos del antiguo sistema político, siendo uno de los resultados de esta imposición, quizás el más importante, la aparición, a partir escisiones del partido hegemónico, de un liderazgo que logró aglutinar las expresiones (autocalificadas) de izquierda (siempre con tendencia a la fragmentación) y hacer que aquel, el hegemónico, negociara la estabilidad del sistema con un opositor cuya base electoral le habría permitido disputar la legitimidad de la elección presidencial de 1988.
A partir de ese momento es claro que el motor de la transformación política se ubica en los acomodos y adaptaciones del sistema electoral que deberá ser la fuente de legitimidad de todas las elecciones, a todos los niveles. Las reformas del sistema electoral repercuten inmediatamente en un fortalecimiento de un sistema de partidos con tres actores principales, a partir de la incorporación del PAN que, a través de liderazgos cada vez más pragmáticos, adquiere una fuerza electoral con capacidad negociadora.
Es muy notable el hecho de que los cambios observables en el sistema de partidos, en general determinados por cambios en la normatividad del sistema electoral, no significó cambios significativos en las relaciones entre los partidos y su electorado, lo cual habría requerido de cambios en la cultura política tanto de la élite profesional de la política como de sus clientelas electorales y, más importante aún, de la relación entre ambos.
Entre los elementos de esa cultura política menos renovados está el personalismo de la figura presidencial. En ausencia de organización política de ciudadanos en partidos políticos con ideologías interiorizadas y organizaciones territoriales, el candidato presidencial no resulta de un proceso que represente un liderazgo orgánico-ideológico sino de una figura que adquiere características providenciales a partir de una designación que nunca tiene reglas claras sino que resulta de procedimientos ad-hoc. En este punto del análisis hay que destacar el nivel de “realidad” que alcanzaron los liderazgos, por una parte, y la fantasía de su “no pertenencia al sistema” como fuente de popularidad. Esto es quizás una de las paradojas de la conservación de una cultura política en que se esperan cambios a partir de encargar de ellos a los mismos actores que han operado y reproducido el sistema por décadas.
Esta contradicción es la muestra más patente de la desconexión entre posibles demandas de sectores sociales y una élite profesional de la política que no considera en su práctica el procesamiento de esas demandas con origen en la sociedad. La falla central de esta comunicación, considerada por muchos como una característica fundamental de la democracia, se puede ubicar en la renuncia de los partidos políticos a realizar tareas que no sean las pugnas internas por candidaturas cuyo éxito electoral se confía (desproporcionadamente) a los medios de comunicación de masas, particularmente a la televisión.
Un modelo ideal de democracia electoral supondría líderes conocidos por la ciudadanía a través de su acción en puestos de elección o de administración, orientados por ideologías claramente identificables y que llaman a votar por ellos a través de partidos políticos, presentes en todo el territorio en que se desarrollan las campañas y que son reconocidos por sus propuestas de respuestas a las demandas de la sociedad.
La crítica a las deformaciones de la democratización surge de sectores autoconvocados, autodesignados y autodefinidos como representantes de una ‘sociedad civil’, que se considera a sí misma como altamente informada y cuestionadora de la situación estructural y la actuación del gremio constituido por los políticos profesionales. La crítica a los políticos alcanza su mayor profundidad al cuestionarse su forma de acceder a los puestos que ocupan, lo que pone en duda su representatividad y su legitimidad. De aquí se desprende el llamado a la abstención, al voto en blanco o a la anulación del voto, proponiendo a veces una consigna para escribir en la cédula de votación.
Por su parte, todos los partidos responden negando la efectividad de esas medidas, argumentando la ausencia de propuestas alternativas. Esta discusión acerca del sentido de la abstención, del voto en blanco o el nulo hace necesario remontar al problema central de la desarticulación entre política y sociedad. Una de las hipótesis es que este es un tema que nadie parece querer encarar.
De esta manera, si hay un problema de desconexión entre la política y la sociedad, y se saben algunas cosas como las señaladas más arriba, acerca de lo que pasa con la política, habría que preguntar también qué pasa en la sociedad. Aparentemente, hay una parte de la sociedad que está dispuesta a criticar a los políticos y sus maneras, pero hay otra que permanece en las prácticas tradicionales que conformaron la cultura política del sistema que algunos creen haber dejado atrás.
El análisis de la coyuntura electoral de 2012, en esta propuesta, apunta a examinar el funcionamiento, permanencia o cambio, de los mecanismos caracterizados antes. Su dinámica y su efecto sobre los actores, cuando todo el proceso de cambio parece estar llegando a un punto de inflexión. Que esto vaya a constituir una crisis, en una de las preguntas abiertas.
Que la conexión de los partidos, los candidatos y sus propuestas aparezcan delegados a los medios de comunicación de masas hace que estos se conviertan en actores y en objetos observables centrales para el análisis.
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